Por un principio elemental de soberanía nacional: proclamada en la Constitución de 1812 y recogida en todas las Constituciones democráticas españolas desde entonces; en el texto de 1837, 1869, en el proyecto de la República de 1873, hasta en la Constitución de 1876 (desde la aprobación de la ley de Sufragio Universal masculino de 1889), en la Constitución de la II República de 1931, y en la Constitución actual de 1978. En todos esos textos constitucionales se recoge lo establecido en Cádiz hace más de 200 años: que la nación no pertenece a persona o familia alguna, sino que la soberanía es del conjunto de los ciudadanos españoles. Un principio que está por encima de cualquier gobierno o parlamento, es pre-constitucional -que proclamaban conmovedoramente los viejos republicanos españoles- porque es el origen de cualquier desarrollo político.
Y también está por encima de los territorios. La democracia se inventó hacia V y IV antes de nuestra era, precisamente cortando a través de tribus y territorios: cuando los atenienses eligieron a sus cargos exapanthon, "de entre la multitud", que decían los clásicos. La democracia, pues, lo es tal porque los es de ciudadanos, libres e iguales, por encima de territorios, tribus y clases.
La idea nacionalista de organizarnos y dividirnos por territorios y etnias -Blut und Boden (tierra y sangre), que gritaban demasiados alemanes en los años treinta del siglo pasado- es uno de los proyectos más siniestros y reaccionarios con el que nos hemos enfrentado. Y es asombroso que una izquierda, que debería ser internacionalista y ciudadana, no salga en tromba intelectual y política contra algo que atenta frontalmente contra su ADN filosófico.