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La cena

José María Herrera
sábado 12 de julio de 2008, 21:06h
Periodistas y tertulianos estaban hoy revueltos con los diecinueve platos y pico trasegados anoche por los jefes de las grandes potencias tras suscribir un acuerdo sobre contaminación que compromete a sus nietos más que a ellos mismos. En vez de orientar sus dardos a esta modalidad del donjuanesco “cuán largo me lo fiáis”, no han dejado de protestar durante todo el día por la comilona. !Con la crisis que hay! Imitando a esos simples que imaginan que el Vaticano puede ser gobernado igual que una parroquia de extrarradio y que el Papa debería dar ejemplo de buen cristiano repartiendo sus tesoros entre los pobres, parecen creer que un jefe de estado es como un cuadrillero a quien se puede dar de comer cualquier cosa en cualquier sitio. Hasta Zapatero, varón de virtudes, se ha permitido apostillar, desde la resentida lejanía de su palacio, que con dos platos es suficiente.

Poner el grito en el cielo se ha convertido de un tiempo a esta parte en la mejor manera de no poner el dedo en la llaga. En el presente caso resulta desde luego ridículo que nos rasguemos la camisa que no llevamos sabiendo como sabemos que hasta el más humilde restaurante español (restaurante con restaurador, no fondas o abrevaderos para adolescentes y turistas) tiene en su carta un menú degustación con un número parecido de platos. Claro que ... ¡menudos platos! Pompa de gazpacho congelado, reducción de lenteja, patata a lo Domine Cabra, cucharada de arroz con pincelada de tinta de calamar, ojitos de angula salteados ... Si no fuera por la cuenta, que es lo único que atraganta en estos locales, más de uno volvería a empezar apremiado por los rugidos de su estómago. Sin embargo, rezongamos porque ocho presidentes se reúnan a tomar unas tapas. ¿Creen acaso que la convidada ha costado más que cualquier obscena tomatada popular?

Tendrían ustedes que ver los menús de los antiguos aristócratas. Eso sí que eran banquetes y despilfarros. Nunca hubo tenedores como aquellos. La palma, hasta hace muy poco, la tuvo una mujer, Cleopatra, quien apostó con Marco Antonio que lograría comerse en una sola sentada cien veces cien mil sestercios. Plinio el Viejo, por quien conocemos la forma en que lo logró, dice que después de una comilona magnífica, pero no excepcional, la reina de Egipto pidió de postre una copa de vinagre, se quitó la perla que llevaba en la oreja, la introdujo en la copa, dejó que se deshiciera y luego se bebió de un trago el contenido.

El record –diez millones de sestercios- acaba de ser superado, sin embargo, por un empresario chino, Zhao Danyang, que ha pagado en una subasta la friolera de millón cuatrocientos mil dólares por cenar a solas con Warren Buffet, el hombre más rico del mundo. Ignoro cuál es la cotización actual del sestercio, aunque estoy seguro de que no importa demasiado: con esa cantidad de dólares seguro que puede comprarse cualquier perla y un buen vaso de vinagre.

Pagar millón cuatrocientos mil dólares por un Buffet, si me permiten el horrible chistecito, es una barbaridad acerca de la cual no he escuchado ni una sola mala palabra. ¿Por qué? Porque nadie va a comer aquí más que lo indispensable, pongamos treinta o cuarenta dólares. El resto, según dicen (aunque esto nunca se sabe), se destinará a los menesterosos. La solidaridad (del latín solidus, la moneda de los ricos romanos) es una capa que lo cubre todo. Esto lo sabía bien don Jaime de Mora, quien organizó en cierta ocasión una cena benéfica a tantas mil el cubierto y cuando alguien, entre plato y plato, le preguntó a beneficio de quién era el banquete, contestó que en el suyo propio, ya que estaba a dos velas.

Warren Buffet –he visto su foto- no tiene la nariz de Cleopatra, pero sí un gran olfato para los negocios. Este es el motivo del gran interés del chino Danyang, quien ha declarado querer conocer las opiniones de su anfitrión acerca del futuro de la economía asiática. Con la cantidad que él ha pagado muchos lectores no volverían a abrir jamás el periódico. Preferirían leer su cuenta corriente. Pero Danyang está hecho de otra pasta, no es un hombre cualquiera: quiere ser un filántropo y debe hacer primero a los pobres para poder después socorrerlos. Por eso su cena no ha llamado la atención de nadie. Es la gran ventaja de la virtud, un condimento con el que ahora se puede aliñar cualquier plato, incluso aquellos que no hay forma de digerir.

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