Hace poco más de un año, dos guardias civiles y sus novias eran salvajemente agredidos en la localidad navarra de Alsasua por medio centenar de nacionalistas. La vista pública por estos hechos está sacando a la luz una tremenda inmundicia, y retratando a muchos. El brazo político de ETA, que gobierna las instituciones navarras -comunidad foral, ayuntamientos de Pamplona y Alsasua-, ha vuelto a ponerse una vez más con los suyos en detrimento de las víctimas. No están solos. Podemos, su entente digital -Público- y el resto de extrema izquierda tachan la agresión de “riña de bar”, e incluso el propio Pablo Iglesias se ha reunido con los familiares de los aprendices de terrorista para brindarles su apoyo. El mismo apoyo, por cierto, que le ha negado a los padres de Diana Quer, Marta del Castillo o Sandra Palo, a cuyos asesinos quiere beneficiar derogando la prisión permanente revisable.
En 1960, la explosión de una bomba en la estación de ferrocarril de Amara -Guipúzcoa- acababa con la vida de Begoña Urroz Ibarrola, un bebé de apenas 22 meses de edad. Sería la primera de una larga lista formada por casi 900 víctimas mortales, todas ellas inocentes. Conviene hacer esta precisión porque durante el último medio siglo no ha habido únicamente atentados mortales o familias destrozadas por secuestros y extorsiones, sino flecos casi tan ruines como lo anterior. El primero de ellos, el de determinadas expresiones a la hora de hablar de víctimas “a secas” o víctimas “inocentes”, dependiendo del uniforme o afiliación política del asesinado. Primera infamia. Todos y cada uno de los asesinados son inocentes; los únicos culpables son sus asesinos y quienes los amparan.
Segar la vida de casi un millar de personas y arruinársela a miles de familias que tuvieron que huir de Euskadi y Navarra es algo que pasó hace muy poco. Obviamente, hay diferencias entre poner una bomba o pegar una paliza, pero por algo se empieza. Y además, las motivaciones ideológicas en ambos casos son idénticas. Que nadie se lleve a engaño: si ETA no hubiera sido derrotada, más de uno de los miserables de Alsasua estaría ahora asesinando o secuestrando. Por eso son tan graves los hechos.
No es ETA quien ha decidido dejar de matar; sino la labor de jueces, fiscales y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado la que obligó a la banda a capitular. Conviene tenerlo presente a la hora de valorar la “generosidad” que reclaman para sus miembros la izquierda y el nacionalismo. La justicia ni es ni deja de ser generosa; es, simplemente eso, justicia. Si mañana todos los pederastas o maltratadotes deciden cesar en su actividad y proponer al Estado “un proceso negociador”, parecería una broma de mal gusto. De igual modo, con ETA sólo cabía su desarme y disolución, cosa que aún no se ha producido Punto. Y final, no aparte ni seguido. Lo contrario sería legitimar tanta muerte y dolor. Por desgracia, algunos en Navarra quieren seguir su estela, pero como ni para eso sirven, se dedican a pegar palizas.
Nunca hubo dos bandos. Unos mataban y otros morían por el simple hecho de ir al colegio, estar haciendo la compra en Hipercor o jugando en el patio alguna casa cuartel. Escribía Boris Pasternak a propósito de las masacres de la Segunda Guerra Mundial: “ha de fijarse en la memoria el bombardeo. Aquellos días en cuenta se tendrán en que, como en Belén, el nuevo Herodes, dio rienda suelta a su maldad. Desaparecerán los testigos del pasado, mas el martirio de los niños mutilados jamás se olvidará”. Aquí, en España, hay quien pretende que pase algo parecido. Gente de Bildu con Arnaldo Otegui a la cabeza, terrorista confeso al que Jordi Évole llama “amigo” y que ha sido pieza clave en el entramado de dolor. La izquierda radical. Y los miserables de Alsasua. Todos ellos son herederos del odio inoculado por ETA y que, aunque derrotado y debilitado, aún pervive y se inculca en ikastolas y colegios de Euskadi y Navarra.