Luis Zaragoza nos ofrece una obra sobresaliente de obligada consulta para quienes se dediquen a disciplinas como la ciencia política, las relaciones internacionales y, sobre todo, la historia. Su objeto de estudio, la Primavera de Praga (1968), resultó un acontecimiento mayúsculo cuyas consecuencias se proyectaron en el tiempo, en un principio de forma más bien encubierta, hasta llegar a la década de los años ochenta del pasado siglo.
Una de las grandes virtudes de la obra es la capacidad para contextualizar adecuadamente el suceso objeto de análisis. Para ello, el autor maneja abundantes fuentes y bibliografía, incluyendo información desclasificada, lo que pone de manifiesto el rigor científico del libro. Así, Zaragoza hace un recorrido exhaustivo por las décadas previas a 1968 durante cuyo transcurso contemplamos la existencia de dos grandes ideologías que se suceden en Checoslovaquia: una suerte de socialdemocracia y el comunismo.
La primera discurrió durante los años 20 y 30 y estuvo ligada esencialmente a la figura de Tomáš Masaryk. La segunda se desarrolló tras el final de la Segunda Guerra Mundial, momento en el cual Checoslovaquia formó parte de un grupo de países del Telón de Acero, convirtiéndose en un satélite privilegiado de la URSS, debido a su posición geoestratégica fundamental puesto que tenía frontera geográfica con el “capitalismo europeo”. A partir de ese momento “la fidelidad ideológica o el origen de clase acabaron imponiéndose a la cualificación a la hora de acceder a la enseñanza media y superior […]. La vida intelectual y artística se vio limitada por la teoría y la práctica del realismo socialista” (p. 44). En el medio, la invasión nazi ante la cual las potencias occidentales practicaron un nefasto apaciguamiento hacia Hitler.
Asimismo, hasta llegar a los sucesos que ocupan al autor, éste hace una radiografía perfecta de la situación del bloque del Este, cuyo carácter monolítico cuestiona con argumentos sólidos. En efecto, países como Yugoslavia habían desafiado con éxito las pretensiones hegemónicas y dirigistas de Moscú, mientras que otros como la RDA o Bulgaria ejercían un seguidismo incondicional a los dictados emitidos por el Kremlin. Por su parte, la pequeña Albania era el peón en Europa de la China de Mao. Además, naciones como Polonia y Hungría trataron en los años cincuenta de establecer su “propio socialismo”, lo que provocó la intervención del Pacto de Varsovia bajo el liderazgo indiscutido e indiscutible de la URSS, cuyo modus operandi anticipó ya entonces el que aplicaría en Praga: rechazo absoluto y por la fuerza militar de cualquier fisura en su área de influencia.
Dicho con otras palabras: el factor fundamental que provocó la intervención en Checoslovaquia (a la que no todos los países del Pacto de Varsovia se sumaron) no fue solo un posible triunfo de la “contrarrevolución” sino que el ejemplo checo se pudiera extender al resto de las “democracias populares” (el denominado “contagio”). El comunicado emitido al respecto por la agencia gubernamental soviética TASS rebosa cinismo: “El gobierno soviético y los gobiernos de los países aliados han decidido dar respuesta favorable a la petición de ayuda que necesita el hermano pueblo checoslovaco […]. Frente a cualquier amenaza exterior, los países hermanos oponen firme y resueltamente su solidaridad inquebrantable. No permitirán nunca a nadie arrancar a un solo elemento de la comunidad de los países socialistas” (p. 270)
Sin embargo, la Primavera de Praga, advierte Luis Zaragoza, en ningún caso pretendía que Checoslovaquia adoptara un modelo de democracia liberal al estilo de los países de la CEE, lo que supone una de las grandes diferencias con respecto a la Revolución de Terciopelo que tuvo lugar en plena Perestroika. Por el contrario, sus objetivos eran “más modestos” y se resumían en el deseo de establecer un “socialismo con rostro humano” que permitiera ciertos grados libertad de pensamiento y de economía de mercado pero sin cuestionar el monopolio del Estado.
No obstante, pese a lo limitado de los fines, la intervención de la Unión Soviética, siempre a través de la manipulación del lenguaje primero y de la tergiversación de la Historia después, resultó contundente y eficaz en el corto plazo, no así sus repercusiones inmediatas. Este es uno de los aspectos fundamentales de la obra: la división que se produjo en el comunismo mundial tras la Primavera de Praga. El autor lo refleja perfectamente, describiendo los elevados niveles de oposición al modus operandi soviético no solo por parte de los partidos comunistas occidentales (en particular el italiano) sino también por países donde el comunismo había triunfado como Cuba, China, Rumania o la Yugoslavia de Tito.
En relación con la idea anterior, lo acontecido en Checoslovaquia en 1968 también debe encuadrarse dentro de la política de bloques característica de la Guerra Fría, de tal manera que los países occidentales no hicieron nada por apoyar a los partidarios de ese “socialismo con rostro humano”.
Tras la intervención soviética, el resultando inmediato fue la deposición del gobierno reformista de Alexander Dubček ( (o “contrarrevolucionario” y “revisionista” según Moscú), pero también la asunción de una enseñanza por parte de los adalides de Praga 68 que refleja Zaragoza: no existiría posibilidad de evolución hasta que no se produjera una revolución en el centro nervioso del sistema, es decir, en Moscú (p. 462). Veinte años después se demostró la veracidad de esta suerte de hipótesis y la implosión soviética trajo la libertad a las otrora “democracias populares” aunque para ello éstas siguieron caminos no siempre idénticos.