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El Aston Martin del Príncipe Charles

José María Herrera
sábado 19 de julio de 2008, 21:18h
Desde el mismo momento en que los pueblos sedentarios decidieron recuperar el nomadismo sin salir de sus propias ciudades, la importancia del automóvil no ha dejado de crecer. Al principio, cuando aún había muchos que llamaban a su perro Grullo, se le denominó ingenuamente “utilitario”. La gente supuso que el coche sería como el paraguas o la brocha de afeitar. No tuvo que transcurrir demasiado tiempo para que se supiera que el coche se había apoderado del mundo: no es que fuera imposible ya dar un paso sin él, es que todo –urbanismo, economía, política- empezó a girar en torno a su existencia. El utilitario perdió su utilidad para convertirse en algo necesario, una prolongación técnica del cuerpo, tan imprescindible como el neocortex y, desde un punto de vista evolutivo, tal vez mucho más.

Carecer de coche no es como no tener piernas, pero sí como tenerlas de palo. Las ciudades se han desparramado ocupando inmensas extensiones justamente porque ellos existen. Las afueras llegan ahora a lugares a los que antaño se accedía tras días de viaje. Aunque esto ha favorecido a los propietarios de terrenos rústicos y a los encargados de urbanizarlos, conservar el nombre de ciudad para tales quimeras de cemento y alquitrán demuestra lo rancios que son los diccionarios.

Los automóviles existen desde hace más o menos un siglo, pero sólo desde hace un cuarto condicionan completamente nuestras vidas. No sabría decir si para bien o para mal. El hombre es un ser que puede llegar incluso a ver normal que miles de personas se amontonen en una playa. Claro que no hay plaga buena. Hay que ser muy optimista para no barruntar que una dependencia tan estrecha tiene que terminar convirtiéndose tarde o temprano en un problema. ¿Han pensado ustedes en qué sucederá el día en que toda esa gente que cree vivir en una ciudad porque tiene un coche no pueda conducirlos?

Pero ahuyentemos los malos pensamientos. Si somos progresistas es por algo. El futuro, tal y como lo concibe el hombre de hoy, es una especie de depósito a plazo fijo. No puede fallar. Pero, ¿y el presente? Lo del petróleo es, desde luego, para mosquearse. Sube el precio y tiembla el mundo. Turbulencias, declaran los economistas, como si la prosperidad económica fuera la ley y no la excepción histórica, y como si existiera una providencia económica que garantizase el buen fin de las especulaciones financieras, su orden y su sentido.

Yo no sé absolutamente nada de estos asuntos. Ni siquiera tengo coche. Pero me pregunto si todas estas maniobras alcistas a costa del petróleo no tendrán como objetivo estrangular a los países emergentes, aquellos que luchan no sólo por salir de la pobreza, sino por repartirse con nosotros la tarta del consumo. Que Occidente se imponga a ellos por la fuerza militar irrita nuestra delicada sensibilidad ética; que lo haga hundiendo sus maltrechas haciendas, no produce un solo pestañeo. Marx está bien muerto y ya nadie se acuerda de que la economía es la guerra por otros medios.

De lo que estoy seguro es de que algo serio se avecina. La clave me la ha dado Carlos de Inglaterra, quien acaba de hacer importantes inversiones en el Aston Martín que le obsequió la reina por su veintiún cumpleaños. El pretexto es reducir emisiones contaminantes. A ese fin ha transformado el motor del vehículo para que funcione con bioetanol, un combustible fabricado con leche y vino blanco. ¿Pueden concebir ustedes algo menos ecologista que encarecer el precio del vino suministrándoselo a los coches?, ¿no nos obligará esta medida a consumir agua, que es un bien escasísimo? ¿Y qué decir de la contaminación etílica, pues el coche libera ahora unos gases que no sólo huelen como el vodka, sino que presumiblemente producen efectos similares? ¿Se imaginan al príncipe Charles, maravillosamente calafateado, surcando con su Aston Martín la verde campiña inglesa mientras ovejas clonadas balan embriagadas a causa de los efluvios de su tubo de escape?

Muchas cosas se han vuelto ridículas en nuestro mundo y otras muchas que antes lo eran gozan de un prestigio inatacable. La carroza de la reina de Inglaterra hace reír a los mismos que dan destemplados lengüetazos sobre un sucedáneo el día del subrayado gay. Cosas así resultan inevitables, supongo. Sin embargo, vaciar una bodega para que los coches sigan andando, rebasa cualquier límite ¿También habrá que sacrificar esto al estúpido progreso?
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