Confieso que pertenezco a esa especie animal de sanas costumbres. Por estas fechas no desentono en mis lúdicos quehaceres y entre el concierto de Año Nuevo, los saltos de esquí y los deliciosos churros de la cafetería Troy, lugar de inevitable peregrinaje por el buen hacer de los icónicos Raúl y Alfonso, lo cierto es que me encuentro tan joven como hace apenas 48 horas. Lo malo es hacer caso a tanta publicidad subliminal que nos rodea. Consumimos, pero a la vez somos consumidos.
Recuerdo un anuncio sobre cuerpos perfectos gracias a una renombrada marca de yogur. Cuarenta años después nada de nada, es más, acudí al famoso balneario del hotel Gellert, de Budapest, en donde fue rodado el spot publicitario, por si acaso la solución estaba en sus famosas aguas, pero ni por esas. Otro caso de controvertida perseverancia me sucedió a raíz de conocer a un monje budista discípulo de un Lama: “Todo es cuestión de insistir” – me decía. No tuve más remedio que contarle la experiencia con la ingesta de yogures y los nulos resultados obtenidos. -“La mente es la disciplina del cuerpo, me costó mucha dedicación, pero gracias a ello conseguí levitar sobre mí mismo” –me aseveraba. Al despedirnos le prometí suspender la dieta del yogur y meditar con firmeza. Pues tampoco, créanme. No levito ni cuando suena el despertador por la mañana, es más, me doy la vuelta y pienso que es el reloj del vecino.
Otro de los anuncios ejemplarizantes es el de un joven de cuerpo top enfundado en un bañador blanco estilo calzoncillo a lo Homer Simpson, pero de marca. El tipo se tira al agua desde un acantilado -calculo unos 40 metros de altura- para después nadar hasta una embarcación en donde una postrada dama le espera. En ella se aprecia cierta languidez, tal vez por una subida de hormona marinera. Él se encarama hacia la fémina con decidido abordaje de conquista. A todo esto es un anuncio de perfume, no vayan a creer. A mí edad, y por mucho que me lo proponga, no veo tan claro eso de tirarme por un acantilado para conseguir tanta perfección.
Una vez aclaradas estas utopías publicitarias, me inclino por seguir en mi constancia habitual, por eso voy a comenzar el año conforme finalicé el anterior, es decir, sacándole brillo a mis impulsos más invariables. El cambio de año, una vez cumplidos mis primeros aconteceres antes reseñados, no se balancean entre esa extraña costumbre de hacer borrón y cuenta nueva. De manera, y como la vida continua para bien y para mal, me inclino a seguir en este ciclo tan apasionante como es el denuedo de escribir al dictado de la ocurrencia.
Dicho esto tampoco pretendo que ustedes se me vengan abajo. Ya sé que el optimismo es algo muy personal, pero no por ello debemos entrar en barrena y dejarnos llevar por el desánimo. Hoy en día hay quienes tratan de imponernos el pensamiento único como modelo de bienestar haciéndonos creer el haber encontrado el secreto de la eterna juventud o el crecepelo milagroso. Nada más lejos de la realidad. A partir de ahí lo que nos queda es la ilusión; es decir, creer en ese algo o en ese alguien que por su honradez de actos demuestre que merece la pena apostar por una manera de mejorar nuestra estancia terrenal. Claro que uno se pregunta ¿Y en donde está ese algo o ese alguien?
Pues tampoco resulta fácil la respuesta, aunque mi teoría es buscarla en uno mismo. Puede ser el camino más corto si somos capaces de hacer autocrítica. Les garantizo que suele dar buen resultado una vez que descubrimos nuestra falsa modestia y ese, créanme, es el principio del camino. Este mundo no nos pertenece por mucho que estemos en él, pero con mayor motivo menos les concierne a los canallas, a los despreciables y a todos los que con su mal rollo hacen que nuestro paso por este lugar no resulte tan gratificante como nos merecemos la mayoría.
En fin, nuevo año, nueva ocasión. La cuestión es alcanzar ese mundo mejor, siempre que nos pongamos manos a la obra. Yo el primero.
Si (
No(
