La robusta maquinaria del Estado de Derecho español ha doblado el pulso a Torra. El presidente de la Generalidad ha acatado la orden de la Junta Electoral Central y ha retirado las pancartas separatistas que colgaban del balcón del Palacio de San Jaime. La mera posibilidad de que se difundiera la imagen de los policías catalanes desmontando la parafernalia independentista ha sido la clave. Esa instrucción de la JEC ha sido la puntilla.
El Gobierno, mientras tanto, ni se ha mojado ante el riesgo de irritar a su socio de moción de censura y, quién sabe, si de otro Gobierno Frankenstein. Lo más arriesgado que ha dicho el Ejecutivo, por boca de su presidente, es que Torra tenía que ser “neutral” y cumplir las normas electorales. Hay que elogiar a la fiscal general del Estado al reaccionar con rapidez y querellarse contra Torra.
Como decíamos en nuestro último editorial, el nuevo desafío del presidente de la Generalidad se ha esfumado ante el riesgo de cometer el primer acto jurídico de desobediencia con consecuencias legales. La valentía del presidente de la Generalidad no es más que retórica folclórica. Le aterra ir a la cárcel y no quiere seguir los pasos de los procesados por el 1-0. Ha aprendido la lección: no es lo mismo fanfarronear de la República independiente que saltarse la ley.
Al final, Quim Torra ha claudicado ante el Estado español por mucho que diga que ha obedecido al Síndic, no a la Junta Electoral Central. Intentará disimular ante sus seguidores que ha tenido que cumplir una orden de la Justicia española. Seguirá provocando al Estado. Pero el pánico a la cárcel le tiene atenazado. Y lo que es peor para él: ha decepcionado a esos catalanes que le han votado para que sea valiente y ponga en marcha la República independiente que les ha prometido. Esta vez, le ha salido el tiro por la culata. Quería hacer electoralismo con el trajín de los lazos y ha sido aplastado por el Estado de Derecho español.