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TRIBUNA

La pulsión necrófaga del bárbaro

Martín-Miguel Rubio Esteban
viernes 01 de noviembre de 2019, 19:16h

La derecha y el centro se confunden moralmente cuando sostienen que la aberrante atrocidad de la exhumación del español Francisco Franco – sería, naturalmente, igual de aberrante si el desenterrado se llamase Dolores Ibárruri o Santiago Carrillo – es una cortina de humo, más bien una espesa niebla de la laguna Estigia, que durante unos días y semanas ha secluido del primer plano a otros asuntos más urgentes y perentorios, como el creciente y preocupante desempleo y la larvada Guerra Civil en Cataluña. Pero no es verdad que se pueda calificar de irrelevante cortina de humo la acción política que supone desenterrar a un muerto, sino muy al contrario, entraña un asunto tan grave que puede hacer imposible la continuidad de la unidad nacional y la recuperación de una economía que ha entrado en franco deterioro. Es, además, una falta imperdonable de sensibilidad moral, que raya en la psicopatía, afirmar que desenterrar a un muerto es un hecho irrelevante.

Si nos falta sensibilidad para percibir y sentir el espanto social que debería implicar la orden gubernamental de sacar a un muerto de hace más de cuarenta años de su tumba para meterlo en otra como castigo de ultratumba, con la complicidad de jueces con las atribuciones de Radamanto, Éaco y Minos, es que tampoco tenemos necesidad moral de ser libres y amigos del honor, y, por tanto, vana cosa es ya luchar por España, salvo por el interés de la pitanza, que compartimos con las fieras de pie bisulco que hozan en el suelo tras las bellotas de nuestro íntimo y eterno paisaje ibero, majestuoso encinar de glorias olvidadas por orden gubernativa. Además, como dice el gran Quintano en su columna aeróstila, “no venimos de la vida, sino de la muerte”.

Si el entendimiento horrible de un gobierno terrorífico, unos jueces y una Iglesia sin compasión ni fe en la comunión de los santos pueden determinar la naturaleza de España, ya no merece combatir por España, en el optimista supuesto de que algún español todavía estuviera dispuesto a dar la vida por España, sobreponiéndose heroicamente a lo aprendido durante tantos años de miseria moral. Pedro Sánchez, ebrio de ceniza luzbélica, ya no es un presidente de gobierno de una democracia con un sistema de monarquía parlamentaria, sino que es Señor de todos los españoles, vivos y muertos, como los reyes-dioses del Antiguo Oriente. Lo mismo ocurre con sus jueces, que desde aquí dictan sentencias a la ultratumba, que parecen sacados de las páginas de Hora de todos, de Quevedo.

Francisco Nieva nos enseñó merced a su literatura sublime ( La vida es novelesca, ¿no?, Catalina del demonio, Carlota Basilfinder, El espectro insaciable, etc. ) que una vez que se transgreden por completo las leyes de la naturaleza, la voracidad del salvaje pravo, caníbal o no, con el sabor ácido de la manzana de Eva, tentado por el Averno o lugar sin pájaros, no se puede calmar ya. Inmiscuirse en el mundo prohibido de los muertos tira mucho, y el hedor a muerte, una vez que se aguanta la primera vaharada, es la droga política más fuerte. Pero hollar el reino de Hades y hacer intrusismo político en él es una temeridad letal. Las civilizaciones que cruzan las fronteras infernales acaban igual que la de Moctezuma, comiendo carne humana a todas horas como única ingesta.

Cuando Francisco Franco, como cualquier otro cristiano, recibió de manos de la Iglesia el “sacramentum exentium” (“sacramento de los que parten”) fue, como todos los muertos bautizados, consagrado para dar fruto por su configuración con la pasión redentora del Salvador. Su muerte viene a ser participación en la obra salvífica de Jesús. La Iglesia, en la comunión de los santos, lo acogió como miembro del pueblo purgante, y tiene, como todos los muertos liberados del pecado por el sacramento de la penitencia, los derechos de un hijo de Dios.

El propio J. Ratzinger, hoy gran Papa jubilado y única referencia viva de la teología cristiana, en su Resurrección de la carne, en SACRAMENTUM MUNDI VI (1976), llegaba a decir que “si se cree en la comunión de los santos está superada a fin de cuentas la idea del alma separada”. La muerte es comunión de los santos. En esta comunión los hombres se encuentran a sí mismos y encuentran también a cuantos son hermanos suyos y del mismo Jesucristo. El Reino de Dios surge como comunión de todos (Iglesia Peregrina, Iglesia Purgante e Iglesia Triunfante) en Jesucristo. Cada muerto – también el español Francisco Franco, tras la Extremaunción – es un fragmento de gloria permanente, escatológica, al que la profanación no le puede hacer nada, pero que sin duda expresa y representa el grado de animalidad a la que la política socialista ha llegado, con la aquiescencia de una Iglesia Católica cada vez más política y más alejada de Jesucristo.

Pero la diosa Hécate, defensora de los derechos de los muertos, asistida por sus sutiles ayudantas, las Lamiae tenebregosas y la furiosa Tisífone, castigará sin duda a los que han conculcado los derechos que asistían al cadáver de Franco. Mientras, nosotros, el día 1 de Noviembre, hemos honrado a nuestros muertos dándoles de comer según la tradición clásica. Ellos laboran siempre desde el otro mundo por nuestro bien y defenderemos sus cuerpos contra todo Gobierno necrófago y todos los jueces minoicos.

Corren serpientes y canes gehenos, se ruboriza Luna endimionada, y se esconde en las tumbas espantada. Tragó tierra del lobo la quijada y los dientes de víbora pintada. Huevos untados con sangre de sapo, plumas sombrías de búho nocturno, cabrahígos quitados de sepulcros, hierbas de Yolcos, ciudad de Tesalia, en donde amputan miembros a los muertos. Quitados de la boca de una perra los huesos blancos del hambre y la nieve: Todo va ardiendo en la mágica llama. Linfa avernal humedece tu casa.

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica

MARTÍN-MIGUEL RUBIO es escritor y catedrático de Latín

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