Está bien que Sánchez haya descubierto ahora el valor de la unidad, aunque lo haya aprendido con cierto retraso y algún error de concepto. Está bien que el presi nos explique que la pandemia “no entiende de mapas ni de colores políticos”. Está bien todo eso, aunque detecto una ucronía o un epítome de la caradura cuando lo escucho.
Resulta que quienes tenemos memoria/cultura no olvidamos cómo el PSOE utilizó políticamente lo del Prestige, los atentados de Atocha o hasta la muerte de un chucho para pedir la cabeza de Mariano Rajoy por aquella crisis del ébola (sic). Resulta, también, un poco cínico que se apele a la unidad de la nación cuando está aún reciente lo de la mesa de diálogo. Resulta todo, cuanto menos, pintoresco.
Cuando tienes un país en estado de alarma saltan las costuras de lo que nunca tuvo pies ni cabeza, que es todo lo acontecido desde la moción de censura de la ultradignidad socialista. Se nos han vendido papillas tóxicas, se ha señalado al disidente bajo el mantra de la “extrema derecha” y se han lanzado emergencias climáticas/feministas/franquistas con la frecuencia con la que hace de vientre un macho de mirlo común. O tempora, o mores.
Ahora, cuando vivimos por fin una emergencia real, resulta que toca unirse y asumir que el Gobierno somos todos. Y, ay, pobre del facha que se atreva a criticar al Gobierno en una situación tan extrema. Quizá toque remar juntos para salir de esto con la mayor celeridad posible, pero cuando esto termine, se deben pedir responsabilidades. Y dimisiones.
El Gobierno somos todos, sí. Pero resulta que yo hago distinción entre quienes votaron a Ayuso y quienes votaron a Irene Montero, virtuosa en el arte de cambiar la letra O por la letra E, y en el de soplar velas con dinero del contribuyente. Irene, como sus votantes, creía que España mejoraría con una manifa, con Iglesias en la vicepresidencia y con una tarta en el Ministerio de Igualdad. Creía, incluso, que la felicidad en grado sumo o el pico de la pirámide de Maslow consistía en que sus hermanas llegaran solas y borrachas a casa. Ay, qué nobles propósitos.
Cuando se vive la Historia entre cuatro paredes, a uno le da por ironizar con la infamia y soñar con futuros utópicos que pasan por el fin de la reclusión y una moción de censura.
En mi barrio, una pareja del bloque de al lado se turna para pasear al perro y unos polloperas dicen en alto que pasan del confinamiento mientras pergeñan planes para evitar a la Policía Foral. La vecina del segundo sale al balcón con dos niños rubios a los que el 8M y la incompetencia del Estado les ha privado de jugar en la calle, y quizá hasta de un futuro. Con tiempo y perspectiva histórica, esa madre les contará que un 2020 bisiesto vivimos dos desastres en uno: el coronavirus y el Gobierno de coalición.
Hoy, cuando España se conjuga en erte y la libertad es casi un vago recuerdo, el Gobierno somos todos. Y así pagamos justos por pecadores.