El estudio de la historiadora parisina Sophie Baby sobre la violencia política en el periodo de la Transición –comúnmente inscrita entre 1975 y 1982, aunque a la autora le gustaría alargar ese ciclo histórico hasta 1986-, posee una doble vertiente cuya valoración debería hacerse por separado. La primera faceta de esta exploración es eminentemente analítica. Su propósito no es otro que contabilizar de manera escrupulosa las víctimas acaecidas durante la transformación pactada del régimen franquista en su tránsito a una democracia avanzada, situando cada acción violenta dentro de los numerosos contextos y motivaciones que condujeron a cada uno de aquellos crímenes.
No resulta trivial tener en cuenta que el trabajo de Sophie Baby se propone completar un estudio anterior del poeta, novelista, guionista e investigador de la Memoria Histórica Mariano Sánchez, quien publicó en 2010 La transición sangrienta, recientemente reimpreso con su subtítulo completo: La transición sangrienta. Una historia violenta del proceso democrático en España (1975-1983). La nómina de acciones homicidas contabilizadas por Mariano Sánchez rondaba la cifra de 500. Ahora, las exhaustivas pesquisas de la investigadora francesa han elevado ese cómputo al número de 714 fallecidos, además de los miles de heridos de ese ciclo violento.
Disponemos, pues, ahora, de un escrutinio más fidedigno, aunque este no altera un ápice la ya conocida procedencia de las fuerzas políticas que llevaron a cabo esa criminalidad. La gran mayoría de los asesinatos proceden de los comandos de ETA –más de la mitad del total contabilizado-, a los que hay que sumar las acciones terroristas del FRAP, Terra Lliure, el GRAPO o grupos de extrema derecha como el Batallón Vasco Español o los pistoleros que perpetraron la masacre en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid. La profesora de la Universidad de Borgoña no olvida a las víctimas provocadas por los choques de manifestantes frente a las fuerzas policiales, o los fallecidos en centros de detención y cárceles. Información, en definitiva, muy valiosa ante la total ausencia de datos oficiales a los que atenerse en este aspecto crucial.
El elogio que merece esta labor taxonómica, no puede aplicarse por igual a la interpretación política -en gran medida implícita-, que se otorga al conjunto de estos acontecimientos. En resumen, la tesis que se defiende consiste en sostener que la Transición no fue un acontecimiento pacífico y que el carácter incruento de esta etapa se basa en un ejercicio de ocultación y olvido por parte de la clase política española. Inmediatamente, las fuerzas de la izquierda radical, así como las formaciones secesionistas, se han sumado a esta propuesta inaceptable.
Se ha comenzado a hablar de la Transición como un reguero de sangre y un baño de lágrimas. Incluso de un espanto silenciado. El objetivo solo es desacreditar la actual democracia con el fin de favorecer un colapso de la Monarquía parlamentaria para sustituirla en unos casos por una república social, y en otros por un estado cantonal donde algunas autonomías de hoy pasen a ser estados libres asociados, o simplemente estados libres independientes. Tanto en uno como en otros casos, el punto de mira se dirige a inculpar a la Transición. En la mayoría de las ocasiones elucubrando que se trató de una operación franquista para que sobreviviera el viejo fascismo bajo una mascarada de democracia: véanse los relatos originales de esta mixtificación en De qué memoria hablamos de Rafael Chirbes, y en La Transición contada a nuestros padres, de Juan Carlos Monedero. Y ahora tratando que aquel ejercicio de alta ingeniería política sea incriminado como violento y cargue con la culpa de la sangre vertida de más de setecientos muertos.
Pero la construcción de este relato resulta inverosímil e insostenible. En cuanto al libro de Sophie Baby, la irresponsabilidad intelectual está ya en la calculada anfibología del propio título, hábilmente calculada. “Mito de la transición pacífica” puede significar, al menos, dos cosas distintas. Una, que la época de la Transición no fue plenamente amistosa y reposada, algo cierto pues la agitación, y los más de setecientos muertos y miles de heridos así lo atestiguan. El otro significado es que la operación política de la Transición fue violenta. Y este segundo significado del libro falta por completo a la verdad. Es mucho más adecuado decir que la Transición fue un acto constructivo fundamentalmente pacífico, que sufrió la violencia de aquellos que no querían ver instaurada una democracia en nuestro país.
Los crímenes de ETA buscaban imponer un terror a través del cual no solo alcanzar la independencia del País Vasco, sino también implantar en él una dictadura de carácter comunista. ¿Qué decir del FRAP confeccionado por Álvarez del Vayo en París, o de los postulados del GRAPO? Se trataba, en esencia, de hacer descarrilar el proceso a la democracia para imponer utopías dictatoriales. La Transición -como hecho político-, fue incruenta, ya que su fundamento era la tolerancia y la concordia frente al fanatismo. Convertir a los antiguos enemigos políticos en tan solo adversarios demócratas. La violencia no fue ejercida nunca por la Transición, sino por los exaltados que la atacaban y que se proponían instaurar sus metas totalitarias mediante el crimen.
Otro tanto puede decirse de los homicidios y el terror ejecutado por la extrema derecha. No fue la Transición quien los creó, sino quien sufrió sus acometidas justo con el mismo propósito de impedir la llegada de un nuevo sistema democrático. En cuanto a la violencia de las fuerzas del orden, la propia autora suscribe que sus actuaciones fueron violentas en tanto que su forma de operar estaba embebida de una ideología represiva. Algo que desapareció al legalizarse las manifestaciones en 1980 y al aprender los cuerpos policiales en dos años escasos, nuevas técnicas de control de las masas sin ocasionar víctimas. Fueron esos grupos y mentalidades antidemocráticos las que sembraron de sangre y cadáveres las calles, no la Transición. Sucedió contra la Transición en la época de la Transición, pero no lo causó la Transición, cuyo éxito cerró ese ciclo de violencia política que flagelaba a España desde el propio siglo XIX.
La Transición, como hecho político, fue en esencia pacífica, y ese carácter incruento no es ningún mito. Aunque es bueno conocer el reguero de sangre que dejaron sus enemigos, que no eran otros que los enemigos de la democracia que advenía inexorablemente. Tampoco resulta difícil comprender que los actuales enemigos de la Transición, aunque sin utilizar la violencia, tengan en común con sus antecesores las mismas convicciones autocráticas y sectarias, y la misma adversión al pluralismo consustancial a una auténtica democracia.