Publicada por primera vez en 1983, y revisada en 2016, es esta una novela celebrada por la crítica internacional con grandes honores. Si bien leído hoy, el texto gana adeptos gracias a la miniserie de televisión emitida en streaming por Netflix, dirigida por Scott Frank e interpretada con solvencia por Anya Taylor-Joy, tiene a su favor y en su contra que para los no duchos en ajedrez o todos aquellos que se han visto intimidados por un tablero y unas fichas en la vida real, van a sufrir por la vida de Beth Harmon quizás más de lo que debieran.
Y es que en la vida de esta superdotada huérfana, adicta a las vitaminas y los tranquilizantes, alcohólica ocasional e inestable emocional, existen elementos que nos hacen preguntarnos (a pesar de Ganz, el portero de ese orfanato, Methuen -en Kentucky-, a quién también debe su iniciación) si es su condición la que le hace dedicarse a este estratégico deporte, o por el contrario el ajedrez (del que en ocasiones Tevis hace un correlato objetivo con la misma literatura) la salva de sus propios fantasmas.
La novela, contada con un narrador pegado a Harmon en tercera persona, resulta prodigiosa, gracias sobre todo a dos aspectos técnicos: uno es la construcción del personaje, y el otro son las ágiles descripciones de las partidas, donde se va averiguando la capacidad anticipatoria de Harmon, así como su enclaustramiento, determinación y fijación del objetivo por el que pretende ganar a Borgov, número uno ruso en esta disciplina. Es sorprendente, asimismo, el repaso que a través de revistas, periódicos y libros se hace sobre la historia de este deporte o juego, algo que ya en su día Walter Tevis cuidó al milímetro sobre todo con los jugadores europeos por pudor a que fueran reconocibles.
Y por último, es genuino que esta denominada por tantos Mozart del ajedrez (“ella había aprendido a mover las piezas a través de todo aquel ballet, conteniendo a veces el aliento por la elegancia de un ataque combinado o de un sacrificio o el equilibrio de fuerzas en una posición”) consiga gracias al narrador y a Tevis que nos imaginemos a esta criatura ficticia soñando con el baile de fichas, algo que se vive desde cierto síndrome de Stendhal, por el que la belleza toca la parte más sensible tanto del personaje como del lector.
Tras este periodo de iniciación también a la vida de Beth en Methuen (será allí donde conozca a una compañera negra que se enamora de ella), a las órdenes de la señora Deardorff, es acogida en el hogar de la por momentos excéntrica Wheatley, gracias a quién juega primero el campeonato de la publicación Chess Review, llegando en poco tiempo al torneo nacional de EE. UU. que la convierten en famosa al nivel de personajes como Capablanca o Morphy.
Es al viajar primero a París, donde tiene que abandonar en un momento crítico una partida decisiva, lo que la lleva a apuntarse a un gimnasio con su amiga de Methuen de vuelta en Lexington, y en que aprenderá a jugar al squash. Pero la obsesión e inestabilidad por el ajedrez persiste a raíz de que una asociación ultracatólica vinculada al orfanato está dispuesta a través de su reverendo Christopher a patrocinarla en el mayor y más relevante campeonato del mundo, en Moscú, siempre a cambio de que se declare anticomunista.
Otro personaje que la acompañará anteriormente es Benny, un chico que a ella le gusta físicamente, pero en las antípodas de su mundo táctico, y con el que no perderá el contacto.
Por último, debemos insistir en que para Walter Tevis no es esta la primera adaptación al cine novelada que escribe, siendo autor por ejemplo y entre otras de El buscavidas o El color del dinero, esta vez sobre el no menos complejo, pero sí más popular deporte del billar.