Los dirigentes secesionistas catalanes han jugado con el fuego de la violencia, con las acciones terroristas de los CDR de Quim Torra y de otros grupos radicales. En los últimos años, el vandalismo ha asolado Barcelona en múltiples ocasiones ante la pasividad de las policías local y autonómica.
Ahora, con motivo de las fiestas de La Mercé se han celebrado multitudinarios botellones de jóvenes cuyo propósito no era otro que divertirse. A pesar del riesgo del coronavirus, decenas de miles de personas se han concentrado para beber y bailar hasta altas horas de la madrugada. Y el final siempre ha sido el mismo. Entre los jóvenes que se divertían, se han infiltrado grupos de vándalos que han provocado a la Policía solo para agitar la violencia y terminar arrasando con el mobiliario urbano y con los locales comerciales. Además de molestar a los vecinos, hartos de una situación que se repite, las pérdidas económicas son cuantiosas.
Pero ni Colau ni Aragonés parecen preocupados por la violencia que asola Barcelona. La alcaldesa, que se mueve entre el populismo y el independentismo, y el presidente de la Generalidad, dedicado en exclusiva a seguir atizando el “procés”, no han tomado las medidas para evitar esta explosión de violencia. Incluso impiden que la Policía Nacional intervenga. Probablemente, porque saben que los vándalos forman parte de los escuadrones independentistas entrenados y jaleados por ellos mismos.
Y así, Barcelona se ha convertido en la ciudad más violenta de España. El secesionismo no solo ha dinamitado la convivencia entre los catalanes. También ha promovido la violencia como fórmula para desafiar al Estado. Las consecuencias son nefastas para la tranquilidad de los barceloneses, para la estabilidad política y para la economía.
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