Como una forma de aventurar que lo que viene siempre es incierto e imposible de predecir, la lúcida poeta mejicana Sor Juana Inés de la Cruz escribió desde su fe cristiana, que “el futuro es solamente para Dios”. El solo hecho de imaginar lo que sucederá mañana es ya una conjetura. Con la duda por delante, nos preguntamos hoy cómo serán las cosas luego de ser superada esta cruenta pandemia. Por suerte, el hombre es capaz de obrar prodigios para defenderse de los embates de la naturaleza, y con las armas de la ciencia al alcance de su mano lucha frente a estas calamidades cíclicas que castigan a la humanidad. Provistos de vacunas, nos estamos enfrentando de manera eficaz a los horrores del Coronavirus.
En la economía, sin embargo, las secuelas aún siguen siendo difíciles de reparar, y es ahí donde el hombre demuestra ser menos eficaz que comprensivo y solidario. El daño que ha perpetrado en los niños, por ejemplo, es complicado de revertir; también, por ende, en la educación en general, en la cultura y en muchísimos aspectos sensibles de la vida en comunidad; digamos que en la mayoría. Todo depende de cómo vayan las cosas en un día a día, que pinta poco agradable.
La economía, se sabe, es menos una ideología política que un enojoso -y a veces patético- asunto de intereses, aunque muy supeditado y a disposición de los egoístas intereses de la política. Existe, por lo tanto, la desalentadora certeza de que en los países en vías de desarrollo, las cosas se están presentando con agravadas dificultades; los pobres seguirán siendo cada vez más pobres y los niveles de dicha calamidad seguirán en aumento. Nada nuevo ni demasiado sustancial; sobre todo porque los hombres seguimos siendo insensibles en muchos aspectos y no deja de cobrar actualidad aquella antigua sentencia del comediógrafo Plauto: “homo homini lupus” (el hombre es lobo para el hombre). Enojoso asunto al que se agrega la permanente violación de los derechos humanos, algo que ocurre con frecuencia y sigue sucediendo a cara descubierta en muchos sitios del planeta.
De tal manera que ya empezamos a ver una suma de dolores irreparables. Gran número de gente ha perdido a sus seres queridos y cantidades de trabajadores se han quedado sin empleo y tal vez sin hogar, y hay millones que están experimentando la angustia y la soledad del aislamiento social. Para recuperar terreno hará falta buena voluntad, sinceridad y mucho sentido solidario, en lugar de la mezquindad suicida que estamos presenciando.
En la Argentina, duele reconocerlo, desde hace décadas, las cosas no pintan bien, un hondo abismo de intereses entre bandos políticos nos separan a unos de otros y la situación tiende a agravarse por la ingratitud y deslealtad de los protagonistas. Seguimos divididos, sin justicia (o con un Poder Judicial corrupto que se califica a sí mismo, al mejor estilo de las mafias, como “la familia judicial”, llena de privilegios y hasta exenta del pago de impuestos) funcional, además, a la corrupción generalizada en otras corporaciones, que fomentan más divisiones, sin encontrar puntos mínimos de coincidencia para sacar adelante una República potencialmente dotada de todos los recursos naturales, hundida ahora en una de las peores crisis sociales de su historia, con datos que, sin exagerar, aterran; una pobreza trágica que agravó la pandemia, y emerge en la superficie al bajar las aguas.
Si el virus es una de las primeras razones de esta zozobra, puede sostenerse que es, también, el principal factor que contribuye a desnudar todas las corporaciones dirigentes, sean políticas o judiciales, gremiales o empresarias, etcétera, encabezadas en cada caso por una desafortunada dirigencia sin distinciones, dedicada a preservar sus propios intereses, casi siempre con una constante de representantes mediocres que apenas han sabido disimular la pérdida de tales atributos, y mucho antes de la pandemia empezaron a mostrar los retazos de sus desaciertos. La peste no hizo más que desenmascararlos, acentuando las debilidades y defectos.
En estos presurosos días que corren, las elecciones han sido confiadas al más elemental clientelismo. Antigua estrategia que se basa en un prejuicio definitivamente populista que interpreta que los pobres votan por cuestiones que se resuelven desde la puerta hacia adentro de la casa y se estigmatiza en poner “platita en el bolsillo”, mayor reparto de comida, regalo de electrodomésticos y una oportunista mejora de emergencia en el ingreso. Otra remota lectura del oficialismo que no tiene ideas para interpretar la genuina necesidad de la pobre gente. Un fenómeno que a los devaneos burgueses de alguien como el presidente y su vice se les hace imposible interpretar. A esto se agrega el avance de la inseguridad, que va de la mano de la droga, y el absurdo cierre de las escuelas destinadas a las familias más humildes. Malestares que por supuesto no se resuelven con las dádivas que ofrecen los punteros políticos y ciertos dirigentes sociales; pues no solo “los mercados”; también los sumergidos tienen expectativas que desean mejorar. Es así como el clientelismo, que se practica en los barrios más humildes, ha quedado eclipsado por otro, mucho más irritante, destinado a los menos pobres; me refiero a esa clase media que alguna vez fue pilar del progreso. A pesar de sus disidencias, el titubeante presidente Fernández, de la mano de la vicepresidenta Fernández, están al frente de una campaña de intercambio de humillantes prebendas por votos o, lo que es más humillante aún, por financiamiento para votos, con gente poderosa, que por turbios intereses los apoyan.
En otro sendero, no menos sinuoso, lo que se plantea, de un modo romántico, es saber si se puede tomar una decisión colectiva para frenar la caída económica y brindar un mínimo de seguridad a las personas más necesitadas, desplazadas por muchas medidas que se adoptan desde un desarticulado poder que hace agua por todos los costados y busca recuperar terreno en un brevísimo tiempo aplicando medidas obsoletas, como “el remoto control de precios”, que no resiste el menor análisis y tal vez ni supera los dos meses; fecha fijada para la elección de senadores y diputados.
Para que suceda el milagro y poner al país en marcha habrá que modificar un modo de ser negativo y definitivamente destructivo de la política argentina que abarca al oficialismo y a la oposición. Ha ocurrido que esta crisis abrió los ojos de mucha gente sobre la fragilidad de las circunstancias propias y ajenas, destapando las desigualdades que han dejado a tantas personas con necesidades urgentes, que cada día se convierten en más estructurales, difíciles de revertir y de resolver con medidas circunstanciales, pésimos parches en la mayoría de los casos, que no sirve para nada. En un melancólico país en ruinas de lo que se trata no es de corregir algunos abusos, sino de cambiar los usos.
La dirigencia argentina debería hacer un mea culpa y encarar las cosas de una manera más ecuánime y comunitaria. Pero es una utopía este reclamo. Los mismos políticos siguen al frente desde hace décadas, en una oferta de lamentables candidatos, todos en complicidad, más o menos coincidentes en sus mismas falaces propuestas. Las campañas grotescas de tirios y troyanos, se ofrecen en una vidriera de afiches cada vez más ensombrecidos. En tanto, el altísimo costo humano, sigue siendo indescriptiblemente inquietante. Ante esta realidad desastrosa se insiste con arrancar otra vez los refundidos motores para seguir dando lástima.
Pero también nos preocupa la cultura, que lo abarca todo y vive su peor decadencia en un país decadente y con escasa posibilidad de reacción por la dirigencia que la representa. Si bien se siguen publicando libros, exponiendo pinturas y los teatros representando obras, no es suficiente. Muchas instituciones corren el riesgo de cerrar sus puertas, ya que no recaudan ni para cubrir los costos de mantenimiento. La SADE (Sociedad Argentina de Escritores), es un ejemplo, por citar una de tantas; se encuentra con agravadas deudas, como consecuencia de la pandemia, imposibles de poder saldarse.
No es novedad que la corporación política que gobierna destina muy altas sumas de dinero al asistencialismo; la Argentina es un país tan excesivamente subsidiado, que beneficia con generosidad hasta las riquísimas multinacionales prestadoras de servicio. Para tales fines, se debe recurrir a una desmesurada emisión de moneda nacional, sin respaldo financiero, que sumado al altísimo déficit fiscal provoca la nefasta inflación, el peor impuesto para los pobres.
La cultura, por consiguiente, ha pasado a ser una carga que resulta molesta a los poderes de turno. Esto hace que no se tengan en cuenta las tradicionales instituciones que han prestigiado al país en todo el mundo. La mayoría de ellas, como señalamos, están al borde de la quiebra. De la cultura y sus instituciones nadie se acuerda; figuran como un gasto superfluo y, por otro lado, no suman votos ni sirven a una dirigencia recaudadora, que exige coimas para el propio bolsillo.
Este mosaico de las desatenciones forma parte de la profunda decadencia que padecemos en todos los aspectos, y que también incluye a la cultura. Poco a poco deja de tener presencia y lo triste es que nos estamos acostumbrando. Seguimos sin rumbo y nos duele admitirlo. ¿Qué pasará, deberemos resignarnos a que cierren sus puertas estas prestigiosas instituciones que están ahora con el agua al cuello? ¿Se pondrá en práctica alguna forma de rescate? ¿Quién puede predecirlo en medio de la ávida tormenta que sólo se justifica con votos al portador? Eso sí, coincidimos plenamente con la célebre poeta mejicana Sor Juana Inés de la Cruz; en un país donde no se respeta la tradición cultural del pueblo, bien cabe su estremecedor verso: “el futuro es solamente para Dios”. Y que los dioses nos ayuden.