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Ensañamiento pedagógico

José María Herrera
sábado 20 de septiembre de 2008, 17:26h
De los niños se habla poco en los periódicos. Esto no es raro porque la infancia transcurre en un tiempo que no es el de la actualidad, un tiempo mágico que escapa a la lógica periodística. Con el curso escolar, sin embargo, los niños se vuelven más visibles que de costumbre. Yo quiero dedicarles por eso un pensamiento.

Entiendo por niñez ese periodo de la vida que arranca con el nacimiento y acaba en el momento en que se deja de ser un conversador entretenido y un invitado simpático para convertirse en un pelmazo. Reconozco que mi definición no es demasiado precisa y que molestará a los adolescentes, pero sirve para insinuar que hay un antes y un después de la escuela, institución que, garantizando un sustrato compartido de prejuicios, arruina cualquier posible excepcionalidad individual.

Mi idea de la escuela seguramente chocará a quienes piensan que el fin supremo de la educación es la formación de las personas o la transmisión de conocimientos, pero aquellos que conocen las últimas tendencias de la pedagogía saben sin duda que no es así: de lo que ahora se trata es de que todo el mundo sea como todo el mundo. Este ideal ha complacido tanto a los políticos que en no pocos países la pedagogía posee ya rango de ley.

Denunciando el monopolio eclesiástico de la educación, los ilustrados acertaron a descubrir que la preocupación por ésta nunca es desinteresada. Ese monopolio lo tiene hoy el Estado. Las leyes proclaman el derecho de los ciudadanos a recibirla y el deber de las instituciones a proporcionársela. Igual ocurre con la vivienda y el trabajo, pero las autoridades ponen siempre mucho más interés en la primera. Por algo será.

La razón por la cual el Estado se emplea tan a fondo en este tema no es su deseo de mejorar a la gente, sino el convencimiento de que las personas extraen los motivos principales de su conducta de la escuela y que, organizando debidamente la enseñanza, podrá inculcarles aquellos más favorables para la comunidad. Aunque este credo opera en el plano de la más pura idealidad, puede darse el caso de que su realización, como la actuación del médico que recurre a todos los medios disponibles para alargar la vida del moribundo, no beneficie en absoluto a sus destinatarios. El fracaso educativo español es un ejemplo, y no porque se haga poco, sino al contrario, porque se hace demasiado. Yo llamo a esto “ensañamiento pedagógico”.

Como el terapéutico, el ensañamiento pedagógico es consecuencia de una idea equivocada de las cosas. Uno no acepta la muerte como fin natural de la existencia. Otro trata de corregir a la naturaleza para acomodarla lo más posible a sus sentimientos. Por supuesto, hay quien opina que este celo está muy bien. Además, en el caso educativo todo depende de a qué se de más importancia, si a la persona o al ciudadano.

Imagino que algún lector estará echando de menos un canto a las bondades de la educación universal. Como estamos en el mes de Septiembre me van a permitir que no lo haga. Prefiero solidarizarme con esos niños que vuelven al colegio con el corazón en un puño y la mochila atestada de pesadillas curriculares. Si ellos son capaces de asumir su destino sin echar una mirada al tobogán y los columpios, nosotros podemos dejar de santiguarnos cada vez que se invoca el ídolo del progreso.

Se dirá, no obstante, que a algunos niños la escuela les gusta. Puede que sea así. Cuando uno evoca la infancia lo primero que salta a la cabeza es una enorme expansión de tiempo. Hiciéramos lo que hiciéramos, los días resultaban interminables. Esto quizás era debido a que no comprendíamos su continuidad. “¿Es hoy mañana?”, preguntó mi hija de cuatro años el día de Reyes. El colegio aliviaba esa sensación de ilimitación, no siempre gozosa, pero, a cambio, introducía problemas nuevos y mortificantes: desde el maestro al matón del patio. El niño quizá saltaba con gusto el abismo, pero al alcanzar la otra orilla se daba cuenta de que la magia había acabado.

Por mucho que se empeñen los expertos, la escuela no es un juego. Ingresar en ella significa tropezar de repente con los otros y encontrarse en la necesidad de aprender a obrar como los demás. Sólo así puede evitarse el fracaso. El niño está obligado a ceder su excepcionalidad en beneficio del modelo vigente en cada momento, representado por el maestro y su enseñanza. Pero: ¿qué enseñanza? Nuestra ley, la pedagogía, lo expresa claramente: no basta con aprender, hay que aprender a aprender. La fórmula parece algo grande y profundo, aunque, si se piensa un poco, se ve claramente que es una trivialidad retórica –como jugar a jugar y cosas por el estilo- y que a la hora de la verdad siempre ha de quedar en nada. ¿Por qué goza entonces de tanto predicamento? No lo sé. Intuyo, sin embargo, que se trata de algo muy lógico: si el ideal humano del cura era el cura, el ideal humano del pedagogo probablemente será el pedagogo.

Lástima de niños.
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