Desde que John Snow descubrió, en una bomba de agua, el origen de un importante brote de cólera, se intensificó sobremanera una inclinación al distanciamiento que realimentaría un proceso anterior de segregación social. La epidemia tenía origen en el Soho londinense, y corría 1854. Siete años después Louis Pasteur constataría experimentalmente las hipótesis de Snow. La entonces llamada “teoría microbiana” habría de tener enormes consecuencias positivas sobre la forma de vida de los ciudadanos modernos. Entre las menos amables se encuentra, sin embargo, su indirecta promoción de un importante incremento de la “distancia social”.
Todavía a comienzos del XIX – pese al despliegue del capitalismo – las diferencias de clase no implicaban la distancia absolutamente insalvable que hoy es evidente. Ricos y pobres convivían en una proximidad relativamente mayor que la actual: en la misma calle o barrio, desde luego en la misma área urbana. Hoy se mantiene un democrático, pero enorme, distanciamiento entre personas de distinto nivel de renta.
La exigencia de distanciamiento se vería asistida de manera fundamental por el ferrocarril – que permitía aproximar lo lejano, moviendo al centro urbano mercancías producidas en lugares distantes y, especialmente, los alimentos – y pudo también alejar lo próximo, poniendo a los más afortunados a salvo en nuevas zonas residenciales, convenientemente alejadas de los focos de infección que eran los núcleos urbanos. Zonas residenciales, dotadas de importantes condiciones de higiene, en las que era de rigor un trato formal y distante: siempre ha sido índice de clase y correcta educación saber “mantener las distancias”. El ferrocarril, que ya en la década de 1850 había revolucionado radicalmente el comercio y la industria de los Estados Unidos, vendría a facilitar así el alejamiento del centro de las ciudades a importantes contingentes de población. El ferrocarril inaugura un fenómeno al que se sumarían los automóviles, dando lugar a esa forma oscura de sístole y diástole cotidiana que supone el tráfico de cercanías en las megalópolis. El pulso de un corazón enfermo, cuyo crecimiento constante nos enfrenta a problemas acuciantes.
Pero la distancia no creció sólo entre grupos de población y clases sociales, sino que abriría un abismo en cada uno de nosotros, llevando al extremo una concepción escindida del ser humano, difundida por la metafísica de la modernidad. La escisión entre uno mismo y el propio cuerpo, según una comprensión quebrada que afirmaba la distinción entre un interior intangible, habitado por el yo, y un cuerpo exterior presuntamente puesto a su servicio. La distancia social entre el rico y el pobre se prolongaría en un distanciamiento creciente entre el yo racional (interior) que debe enseñorearse idealmente del cuerpo pasional (exterior). El cuerpo, portador de miasmas y vulnerable a ellas, frente al higiénico yo depurado de todo contacto con el inframundo carnal de un cuerpo a su servicio.
Este higiénico espiritualismo conduciría a formas distanciadas de comunicación, es decir, telecomunicaciones. En la sociedad ideal – utópica o extramundana – los egos usarían de sus cuerpos como herramientas, tendiendo a una comunicación sin el obstáculo que supone la musculatura fonadora, que todavía exige operaciones corpóreas. Pese a la metafísica que oscurece esa comprensión del ser humano, puede decirse que el sueño de una comunicación sin mediación ha venido realizándose. Realización impostada porque es falso ese espiritualismo y el cuerpo es inseparable de la condición humana. Pese a todo, la telecomunicación ha virtualizado la presencia personal convirtiéndola en representación distanciada, pero se anuncia ya, para las próximas décadas, la posibilidad de una comunicación inmediata y silenciosa – afásica – del pensamiento. Comunicación entre sistemas nerviosos merced a nuevas neuro-tecnologías.
Mantendremos nuestros cuerpos distantes y a salvo de la contaminación, mientras nos comunicamos por una vía electrónica integrada en el organismo. La asepsia higiénica y depurada quedará garantizada. ¿No lo hacemos ya? Lo haremos con exquisita perfección mediante tecnologías que no podemos imaginar. Es que nosotros – bestias humanas – sólo podemos imaginar con las palabras y por eso el superhombre en red es inimaginable para el desamparado hombre moderno.
Por otra parte, la imagen escindida del ser humano no sólo sacó de quicio la comprensión del ser humano, sino que descompuso en el acto cualquier comprensión adecuada del vínculo entre el hombre y el mundo. El yo distanciado del cuerpo, se desarraiga del mundo. Es ese sujeto angélico que concluye en bestia: vivirá en el metaverso, convertido en un curioso apátrida. El cosmopolita sin cosmos, cuya sede electrónica no está en ningún sitio: en ese no-lugar, sin pasado y sin mañana, en que podremos gozar del rumor electrónico de una conexión sobrehumana.