Leo ‘Creían que eran libres’ (Gatopardo), del periodista estadounidense Milton Mayer. En 1952, se trasladó a la ciudad universitaria de Marburgo, a las orillas del río Lahn; tenía 44 años de edad. Se llevó allá a su familia y estuvieron un año, período en el cual hizo unas investigaciones sobre la personalidad de hombres corrientes que habían militado en el partido nazi. Mayer no participó en la Segunda Guerra Mundial al declararse objetor de conciencia. Supo ganarse la confianza de algunos antiguos nazis de Marburgo, militantes de clase media-baja. Llegó a intimar con diez de ellos, con los que logró trabar verdaderos lazos de amistad, él que era judío y que optó por no comunicárselo.
Me voy a fijar aquí, en particular, en algunas observaciones sobre los bombardeos masivos que padecieron las ciudades alemanas de parte de los aliados y que ocasionaron medio millón de muertos civiles. El horror de Dresde, un bombardeo demencial y arrasador del que nadie parece guardar memoria ni mala conciencia. Se cifra en un 70 por ciento las casas que quedaron inhabitables en Berlín y en Hamburgo. La pequeña Marburgo, en cambio, sólo perdió un 4 por ciento de sus casas. Esta ciudad, donde uno de cada cinco de sus habitantes era empleado público, tenía el doble de funcionarios que la media alemana.
En las últimas elecciones libres, al acabar 1932, el partido nazi alcanzó en Marburgo el 40 por ciento de los votos (el 33, en el conjunto nacional); el partido socialista el 14 por ciento (el 21, en toda Alemania); el comunista el 8 por ciento (el 17, en la media nacional): son datos que dan idea de la penetración nacional-socialista en aquella zona próxima a Frankfurt.
Al acabar la pesadilla nazi, se incrustaron en esa ciudad veinticuatro placas de bronce en la calzada frente a las casas donde vivieron judíos que fueron torturados y asesinados por el mero hecho de serlo. Tales inscripciones recordatorias se conocen con el significativo nombre de Stolpersteine, obstáculos con los que se puede tropezar.
Había palabras que quedaron inutilizadas por largo tiempo. Por ejemplo, Einheit, esto es, unidad. Era muy empleada por los nazis en su lenguaje pervertido. El mal uso de las palabras las malbarata y desactiva su riqueza expresiva. Pero también permite que se nos manipule y confunda siguiendo un propósito alienador. Hay que estar al quite de esa labor y no hartarse de denunciarla.
En la era nazi, los Feuerwehr -el cuerpo de bomberos- en lugar de resistir el fuego y apagarlo, como era su obligación, a veces lo vigilaban únicamente para que no se extendiese donde se les decía que no debía llegar. Así, en la noche de los cristales rotos, el 9 de noviembre de 1938, los bomberos vieron de brazos cruzados arder cientos de sinagogas. En Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury -una distopía publicada en 1953 y pasada al cine en 1966 por François Truffaut-, los bomberos se dedicaban expresamente a quemar libros, era su nuevo cometido; lo contrario de su función original.
Los comunistas, por su parte, echaron a perder en Alemania el término Friede, paz, que siempre tenían en la boca de forma aviesa, pues con ella querían decir otra cosa. No todo es lo que parece a primera vista. También en la España franquista se hizo campaña, en 1964, con los 25 años de paz, cuando el régimen del 18 de julio nunca puso sobre la mesa la reconciliación entre los españoles, sino la discordia permanente y despiadada, negando incluso la españolidad a sus opositores, que era declarados traidores o malos españoles. De todo, por desgracia para la verdad y la convivencia, se acaba pasando factura, de un modo u otro, tarde o temprano. Los antagonistas acérrimos se copian sin cesar, y repiten con entusiasmo y necedad los mismos disparates.
Habría que esmerarse en llamar siempre a cada cosa por su nombre. No sé si lo querremos hacer. Pero de ningún modo hay que cansarse de recordarlo.