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La gracia y el perdón

José María Herrera
sábado 04 de octubre de 2008, 14:48h
Quiero completar hoy mi artículo del domingo pasado con una reflexión sobre la gracia y el perdón. Nada original, desde luego. Me propongo simplemente examinar las raíces latinas de ambas nociones. Ojalá puedan disculparme porque no soy un experto. Sospecho además que en una época que se considera por encima de todas las demás -lo contrario del Renacimiento, cuando la conciencia de la inferioridad de los tiempos instó a recuperar la sabiduría antigua- esta clase de ejercicios retrospectivos no interesen ya a nadie. Yo sigo confiando sin embargo en ellos: siempre puede aprenderse algo de una gente que no buscó a Dios para escapar de la muerte, ni confundió la verdad con cierta manera de vivir y de pensar.

Tomemos como punto de partida la expresión pretere veniam, una de las formas de pedir perdón que tenían los romanos. La fórmula existe también en español, aunque el uso ha hecho que la venia sólo se pida en los tribunales, y no como disculpa, sino como permiso. El término veniam pertenece a una familia de vocablos que remiten a venus, un sustantivo que, además de designar a la diosa del amor, significaba belleza o atracción seductora. Podemos traducirlo como “gracia”, que es una palabra que también sirve para señalar, como la venustas latina, una cualidad misteriosa, ajena al aprendizaje o al cálculo. Cuando decimos que una bailarina tiene gracia, evidentemente no estamos refiriéndonos a su técnica, que puede ser poco depurada, sino a algo distinto y en buena medida indefinible que resulta, en cambio, sumamente atractivo o seductor. Igual ocurre con esa belleza enigmática, opuesta a cánones y proporciones, que torna encantadoras a ciertas personas. Sabemos que dichas personas tienen algo especial, aunque no sepamos decir qué. No lo sabemos nosotros ni tampoco lo sabe el quiroplástico, el cual, mediante operaciones y retoques, puede llegar a borrarla, pero jamás a infundirla.

Tanto en el sentido de una cualidad que se tiene como en el sentido de un bien que se da, la gracia era para los romanos algo divino. Lo divino de la gracia es sin duda su gratuidad, su producirse sin motivo ni esfuerzo. La persona tocada por ella provoca la admiración de los otros, pero lo hace involuntaria e inevitablemente, al revés de lo que ocurre con quien suple su falta a fuerza de artificios.
¿Qué diferencia hay, partiendo de estas breves observaciones, entre el perdón y la gracia?

La palabra latina perdonare contiene en su interior la idea de don. Se indica con ello que la acción es un acto de generosidad. Quien pide perdón reconoce, por un lado, que tiene una deuda y, por otro, su deseo de que sea cancelada a cambio de algo que no está en proporción con ella. Nadie está moralmente obligado a perdonar, cabe de hecho que se niegue a hacerlo alegando que prefiere reclamar lo que en justicia le corresponde. Esto no es lo mismo que subyace a la fórmula pretere veniam, reservada para aquellos casos en los que no existe deuda previa o ésta no es reconocida como tal por las partes. Es lo que sucedía, por ejemplo, cuando alguien solicitaba la gracia del rey. La petición descansaba simplemente en la esperanza de que el otro, en su magnanimidad, actuara con relación a nosotros bella y desinteresadamente.

Y ahora ya estamos en condiciones de volver al artículo de la semana pasada. Se dice que la guerra civil ha dejado a los españoles una herida que nunca cicatrizará. El rencor y el resentimiento lo impiden. La pregunta es: ¿qué nos haría falta para conseguir restañarla? Yo creo conocer la respuesta: una pizca de gracia.
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