Al igual que otras democracias atlánticas, España ha entrado en una fase histórica que yo he denominado “la que no tiene nombre”.
Los europeos y los americanos viven con incertidumbre porque las definiciones del pasado ya no sirven para el presente. Ahora se teme que el futuro no sea igual al pasado, y esta sensación se produce cuando la idea del progreso es otra duda más que se extiende en las llamadas sociedades occidentales.
La Edad Contemporánea comenzó con las revoluciones americana y francesa. El concepto de revolución estuvo unido al concepto de nación soberana.
Al concepto de revolución política y social le sucedió lo mismo que unos años después. El derrumbamiento material y moral de la revolución comunista a partir de 1989, precisamente a los 200 años de la Revolución Francesa, liquidó la legitimidad de cualquier proyecto basado en ideas revolucionarias.
Por usar términos habituales, la globalización ha producido, para quienes viven en democracias liberales o representativas, la impresión de que estamos arrojados a un tiempo desconocido e imprevisible.
Uno de los rasgos que ofrece la política de esta nueva época, es que no existe conservadurismo. Las izquierdas y las derechas afirman que no les gusta el mundo en el que viven, y prometen medidas para cambiarlo. Sin embargo, ambas están ideológicamente más cerca, ahora que en la época anterior, en asuntos fundamentales, como la propiedad privada, la socialización de los medios de producción, el capitalismo, la moral religiosa, los derechos individuales, la tolerancia con la diversidad sexual, las formas nuevas de la familia, etcétera.
La radicalización en los discursos electorales, y la imposibilidad de encontrar acuerdos o consensos para reformar aspectos del sistema político-económico, son características de las democracias de nuestra época. Amelia Valcárcel, en su libro “Ensayos sobre el bien y el mal”, señaló una característica del actual panorama de la representación política: hay importantes grupos sociales que no quieren participar, personalmente, en los partidos, y en las instituciones parlamentarias. La causa de esa actitud tiene varias explicaciones. Amelia Valcárcel detecta que las personas ricas e influyentes buscan “ante todo discreción, una cualidad que antes tenían primordialmente las mujeres y que entonces se llamaba recato”.
Ciertamente, la desagradable vida pública, en España y en la mayoría de las democracias liberales del mundo, ahuyenta de la política a los que temen perder su prestigio y el aprecio por uno mismo. Entrar en la lucha política lleva casi siempre a la “obscenidad”, término al que Amelia Valcárcel dedica un fascinante capitulo de su libro: “Etimológicamente obsceno es lo que se encuentra fuera de la escena, lo que no debe ser público”, precisa en su ensayo.
En la escena política de hoy hay muchas ausencias. Y es lógico, ya que es un riesgo actuar en una escena que exige trasparencia absoluta, en la que se puede exigir al dirigente político que se desnude completamente, apareciendo obscenamente, aunque él nunca quiso llegar a ese límite.
¿Por qué no hay en las cámaras parlamentarias grandes empresarios, dirigentes de los trabajadores, escritores famosos, científicos admirados, profesores venerados, en suma, mujeres y hombres que son líderes sociales y morales? La pregunta la he contestado antes, según creo. Y entonces, ¿no se ha transformado la política en un oficio sólo atractivo y posible para jóvenes que no tienen pasado, y a los que un título universitario les confiere, ilusamente, la respetabilidad de los líderes del pasado? Añádase dinero, el diablo corruptor de nuestros días, y tendremos la respuesta completa a nuestro estupor.
Probablemente, la imposibilidad de establecer consensos reformadores tiene que ver no sólo por el tipo de dirigente político de nuestro tiempo, sino por la generalización de un tipo de partido político que con toda justicia podríamos definir como jacobino o leninista. Tanto en Estados Unidos, como en buena parte de las democracias europeas, los partidos políticos ya no “son instrumento fundamental para la participación política” (Articulo 6 de la Constitución Española de 1978), sino que han pasado a instrumentalizar las instituciones estatales, desde las Cámaras parlamentarias, hasta las de la sociedad civil. Como los partidos políticos se han convertido en España, además, en anómalos cauces de relación de las Comunidades Autónomas con el Estado, y los partidos nacionalistas se afirman en sus creencias negándose a llegar a acuerdos con ese Estado, el sistema político español se encuentra con dificultades serias, aunque parecidas a las de la mayor parte de las democracias atlánticas.
En este contexto, es difícil que las reformas, incluyendo la necesaria reforma de la Constitución, surjan de la iniciativa de las fuerzas políticas de España. Es tarea de su sociedad civil impulsar el imprescindible consenso político. ¿Es definitiva la ausencia de los mejores?