Cuando no llueve lo preciso y se anuncian restricciones de agua, puede resultar sarcástico recordar el refrán: ‘Nunca llueve a gusto de todos’. Sin embargo, este dicho refleja la idea de que, hagas lo que hagas, nunca se puede agradar a todo el mundo. Los intereses son dispares y a veces contrapuestos; los gustos, también.
Julián Marías insistía en que nunca se ha intentar contentar a quien con nada se va a contentar; porque lo quiere todo y todo es poco. Esto es, hay personas insaciables para quienes nada les resulta satisfactorio; ni, por supuesto, jamás agradecerán el posible esfuerzo que se haga por gustarles, como tampoco reconocerán las deferencias que se les haya dispensado.
Por otra parte, hay quienes quieren agradar a los demás por sistema y tienen miedo a decepcionarlos, con lo cual se someten a una exagerada presión. Van servidos. Por fortuna, siempre es posible salir de este exceso ‘buenista’ que suele tener orígenes familiares. Hay interpretaciones mentales que nos causan dolor, a veces de forma crónica, que se enquistan y nos hacen enfermar.
Alan Gordon y Alon Ziv han escrito un libro con el título Terapia para el dolor crónico (Kairós) y plantean una terapia de reprocesamiento del dolor clínico. Se trata de entrenar al cerebro del paciente para que rompa el ciclo del dolor crónico, lo primero que hacer es combatir el miedo que puede llegar a ser obsesivo y que empeora cuanto toca. La realidad del dolor corporal que se padezca no contradice que esté reforzado (a veces desencadenado) por la mente, que envía señales de peligro y de angustia ante la perspectiva de lo que nos reserve el futuro.
Se habla entonces de dolor neuroplástico, cuyo combustible es el miedo. “Sabemos ahora –dicen Gordon y Ziv- que el dolor neuroplástico es una enfermedad en sí misma, un tipo de dolor diferente que se ve perpetuado por el cerebro y que debe ser tratado en dicho ámbito”. No es un dolor imaginario, pero hay señales corporales que son mal interpretadas por el cerebro. Unas vías neuronales que igual que son aprendidas se pueden desaprender.
Ambos autores opinan que solo hay un camino para dejar atrás este tipo de dolor. Hay que salir del apego a la idea de que el dolor siempre procede del cuerpo y no de la mente, y hay que poder superar el pánico de la primera fase y el desespero que nos tienen atrapados. Se postula un seguimiento somático, lo que supone prestar atención al momento presente y a la percepción del error. ‘Me dolía’ o ‘esperaba que me doliera’ en un ciclo cerrado miedo-dolor, una trampa. En algún momento, el cerebro aprendió erróneamente que ciertas sensaciones del cuerpo son peligrosas. permite que el cerebro reprocese esas señales y las asocie con seguridad. Reconocen que “es difícil no albergar este tipo de pensamientos si nos hallamos en un estado extremo de sufrimiento. Pero la verdad es que estos pensamientos nos hacen caer aún más en un estado de miedo”, y también de vergüenza. Se da vueltas de manera obsesiva a posibles consecuencias catastróficas, y se establece la desesperación.
No hay que ser perfectos para estar bien. A medida que se va perdiendo el miedo al dolor, éste disminuye. En la medida que no nos asuste, se hace posible volver a tener esperanza. Se controlan nuestros pensamientos y se le da seguridad al cerebro, entrenado a buscar cosas que le sientan bien. No se trata de forzar las sensaciones de bienestar, sino de tomarse un respiro y darse oportunidad a saborear pequeñas satisfacciones. Atreverse a examinar, desde la experiencia del dolor, cómo estaba enfocada la propia vida. Y hacerlo aplicando paciencia y compasión
Ningún comportamiento prosigue si no se refuerza. Suele haber lo que se conoce como ráfagas o explosiones de extinción, el aumento de la intensidad de una conducta cuando no es premiada. Por ejemplo, los gritos o arrebatos de un niño cuando no se le da lo que exige, como otras veces y según el hábito adquirido. Hay que evitar las recaídas en viejos errores, con coherencia, calma y fortaleza, sabiendo abordar los comportamientos problemáticos para que no se reproduzcan. Lo que se aprende se puede desaprender. Y esto, en no pocas ocasiones, es esperanzador y beneficioso.