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TRIBUNA

Humildad y soberbia de un comentarista

lunes 30 de enero de 2023, 20:04h

¿Será posible que me haya envuelto en un hermético manto de soberbia? La respuesta afirmativa no me dejaría en buen lugar y, sin embargo, resultaría tranquilizadora. Un soberbio infatuado o un tonto más no es para contarlo, aunque a uno no le guste ser el bobo de la fábula. Pero más grave resultaría que mi hastío creciente respondiera a razones, a razones objetivas – quiero decir – y no a motivaciones de un sujeto ensoberbecido. Grave, porque significaría que no es bueno el estado del mundo, pero también sería terrible para este escribiente que, si no fuera soberbio, hubiera de estar condenado a una angustia creciente.

Una sociedad dividida en sectas o banderías que han perdido todo sentido de la medida y defienden sus posiciones porque son las suyas. Si una acción es reprobable, una y la misma acción es encomiable. La falta de respeto a los fundamentos lógicos del discurso hace imposible cualquier comunicación.

Un hundimiento general del gusto cuya recuperación parece, si cabe, más difícil. La pérdida de las formas y el olvido de su valor, en el gesto y la palabra, la estridencia histérica con filo melodramático, el aullido como forma de expresión. La fealdad sin matices que ha tomado las apariencias, en medios de comunicación o en redes sociales y que se extiende, cada día más, al mundo de la vida. La ruina estética es siempre inseparable del colapso moral. Una ruina fundamental que resulta invisible desde que se decretó que no hay realidad en esos fenómenos, que han de ser juzgados subjetivos, con el sentido de ilusorios y relativos.

No deberíamos asombrarnos del completo dominio al que están sometidas nuestras conciencias, incapaces de querer lo que verdaderamente queremos querer. Al deshacernos de toda verdad y realidad, quedamos a merced de las fluctuaciones inducidas del deseo sobre el que pivota nuestra economía, esa economía que confundimos con la realidad. La misma economía – que en otro orden de cosas – nos lleva a participar con entusiasmo en batallas sin gloria.

Me resisto a comentar la más cruda actualidad, el acoso diferencial a una presidenta, el tono suburbial de una secretaria de estado, la desenvoltura en la mendacidad de un alto cargo, la violación de la justicia por las leyes, la respuesta delicada al crimen horrendo, la reverencia a los ídolos de la época, en resumen: la constante humillación del débil y la sumisión servil al poderoso. Me resisto a hacer la crónica del mal unitario y abstracto – el mal siempre es abstracto – que se difunde desde las posiciones de mando. No puedo atender el alud cotidiano de miserias como no se puede respirar en un muladar.

No se trata de adoptar una posición extravagante y distanciada, sino de no quedar asfixiado por la turba. Hay que medir con precisión la distancia desde la que nuestra participación inevitable nos permita maniobrar en alguna medida, sin someternos a los principios de una mecánica elemental. Hay que definir la distancia desde la que preservamos la propia salud – en sentido amplio – sin dejar de percibir el hedor insano de la arena del coliseo.

Por otra parte: ¿qué podría añadir una nueva página sobre el tortuoso sentido de las palabras que usan los señores de la política? ¿sobre la condición del gobernante o sobre la impostura de sus actos? De hecho, todos los informados han reconocido ya una u otra noticia de actualidad en mis palabras y tienen, sin duda, una opinión bien aderezada. Así las cosas, ante la censura indirecta por ruido informativo, parece una opción sensata la de mantener un tono sosegado y un ritmo parsimonioso. No será escuchado, pero – al menos – no añade materia al fragor insustancial de nuestra vida pública. No es que estemos hechos de una sustancia purísima, significa simplemente que vomitamos hacia otro lado.

Aunque nunca fueron fáciles, nos esperan tiempos difíciles. Ante el horror quisiéramos mantener los ojos bien abiertos y el corazón en calma. Entraremos en la turbulencia con el paso firme del que sabe que el mundo constantemente se acaba.

Fernando Muñoz

Doctor en Filosofía y Sociología

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