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TRIBUNA

El gran heterodoxo: un estudio al natural de Menéndez Pelayo por Agapito Maestre

martes 31 de enero de 2023, 19:54h

En uno de sus célebres artículos, «Hay que leer o no leer», Oscar Wilde ofrecía un breve canon de los libros que se debían leer o releer, y de los que de ninguna manera, haciendo hincapié en aquellos en que se intentara demostrar algo. Tras la jocunda exageración del príncipe de los estetas, al cabo defendía que decir a la gente lo que debía o no leer era algo inútil y perjudicial, pues la apreciación de una obra compete al temperamento de cada lector. Transitamos una época en que no es necesaria tal prevención pedagógica, basta con que sea moneda corriente lo que «Hay que saber o no saber»; la mejor forma de no recomendar un autor, no digamos uno de los grandes, es tan fácil como no identificarlo, borrar su nombre del sarcófago, no permitir la mínima noticia de él, o dejar que ésta se hunda en las arenas movedizas de la letra pequeña. Frente a eso, Agapito Maestre lleva unos años en liza contra los silenciamientos a ultranza y a conciencia de autores fundamentales: lo hizo con Ortega (José Ortega y Gasset. El gran maestro, Almuzara, 2019) y ahora vuelve por sus fueros con Menéndez Pelayo (Marcelino Menéndez Pelayo. El gran heterodoxo, Serie Gong Ediciones, Atlantis, 2022).

De entrada, vamos a ser sinceros, si les parece, y vadear los circunloquios. Casi todo lo que huela, mucho o poco, a conservador tiene su veto, esté debidamente justificada o no la adscripción. Es suficiente con no haber tenido carnet político, como le ocurría a Ortega. Claro que no tendría por qué justificarse. Disculpen la ingenuidad: no debería premiarse a nadie por su tendencia política, de tener alguna en el tablero democrático, sino por lo que aporta. Alberti fue un fascinado por Stalin, ¿hay que dejar por ello de lado Marinero en tierra o La arboleda perdida? Esta reducción al absurdo me vale para los autores no fascinados por Stalin. Valdría con recuperar algo de sentido común al margen de los dogmas y, por ejemplo, que en algunos claustros universitarios no se torciera el gesto y se disculpara al gran Bécquer por afrontar una ambiciosa Historia de los templos de España, y por su cercanía al partido Moderado, léase conservador. ¿Y qué? La pupila azul sigue siendo poesía, aunque al autor no le gustaran las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz. ¿No les parece que va siendo hora de añadir muchos y qué a las afirmaciones reduccionistas, sesgadas y naífs a las que nos habitúan, y recuperar el humanismo –y la humanidad– de valorar las telas por su calidad antes que por el nombre de las marcas (que a veces coinciden y otras menos)? Lo conservador, en muchos medios, soporta mala fama, como si de ella careciera la etiqueta de los que lo critican. Por ello, cada vez estoy más persuadido de seguir a los antiguos en la imitación a la naturaleza. Porque todo lo que se dirige contra ella fracasa, venga de un color o proceda del otro. La naturaleza no es conservadora, ni progresista, ni radical. Así, por parcelas. Es todo ello a la vez, puesto que es preservadora. Lo que no le vale para su proceso y mantenimiento lo acaba desechando, pero si algo de lo novedoso sirve a sus fines lo perpetuará. Por supuesto conservará y abonará lo fundamental de las raíces, e ingeniará nuevas posibilidades para precisamente lo mismo, preservarse. Y nosotros, no hace falta decirlo, no dejamos de ser orgánicos. A uno, con unos años sobrepasando ya la mitad del siglo, un joven idealista le sorprendió hace poco defendiendo que debería de haber una lengua común, universal, en que nos entendiéramos todos. Le dije que eso ya se inventó y se llama esperanto. En los años ochenta veía academias aquí, en España; y no, no es que únicamente mi interlocutor lo desconociera, resulta que gente de mi generación tampoco lo recordaba. Lo cierto es que, a día de hoy, parece que sólo existen mil personas nativas de esperanto en el mundo, aunque aún se conserve un uso casual y esté presente en algunas organizaciones internacionales. Un éxito relativo. No digo que algunas novedades como el veganismo (aunque se pase por alto que el mundo vegetal sea también sensitivo, o apenas, como el árbol de Lo fatal de Rubén) prosperen un tiempo en el primer mundo, aquel en que no está generalizada el hambre ‒y todos necesitamos algún amarre ético después de todo‒, pero tampoco olvidemos que la dentadura humana cuenta con dos buenos pares de caninos, ya que nuestra naturaleza es también carnívora. Así que lo que tenga mayor utilidad preservadora, lo que vaya más acorde con lo natural, es lo que se acabará imponiendo: o el veganismo se extenderá mucho más y nuestros colmillos ‒en el primer mundo‒ se irán volviendo más romos en unas cuantas generaciones, porque sea crucial para la supervivencia, o seguirá los pasos del esperanto, patrimonio inmaterial de Polonia por la unesco, dicho sea en su elogio. Todo este discursito viene a cuento de que, por el mismo criterio, defiendo que don Marcelino Menéndez y Pelayo no fue un gran conservador sino un gran preservador, aparte de gran heterodoxo, como resalta animosamente el profesor Agapito, heterodoxo con respecto al encuadernado de ortodoxia en que se le pretende encerrar por parte de unos y de otros, y del que se escapa holgadamente por guardas y cantoneras. Don Marcelino fue bastante más natural y orgánico de lo que pueda sospecharse, en tanto en cuanto hizo de su obra su vida. Pero hay que remitirse a las pruebas.

Tuve la fortuna de echar un buen vistazo a las tripas de este libro de Maestre allá por el verano anterior, justo cuando a primeros de agosto (el 9), un doodle de Google conmemoraba el aniversario de la poeta, humanista y profesora universitaria guadalajareña del siglo XVI, Luisa de Medrano (sí, digo bien). Nunca tan oportuno, ya que don Marcelino había dado encomiosa cuenta de ella en su Antología de los poetas líricos castellanos (1890-1908). ¡Qué moderno Menéndez Pelayo! No desentonaba con su figura de autoridad en mis primerizos años escolares, pero sí desde luego con el sambenito de icono reaccionario que se le colgaba en los de mi experiencia universitaria, sin tener mayor noticia de su obra, a no ser que uno se acercara a manuales de cierto prestigio donde, si bien no se le destinaba gran espacio y se le tildaba en un momento de tradicionalista, no se le negaba ni su herencia ni su valía innovadora. Por ello me llevé una sonora sorpresa cuando en una investigación de mi ciclo de doctorado dedicada al abate Marchena, rebelde por demás y adepto a la Revolución Francesa en el mismo París, encontré que una primerísima referencia, entre desafecta y a la vez admirativa, se localizaba en la Historia de los heterodoxos españoles de don Marcelino, eso aparte de los cuatro años en que se ocupó de sacar su obra literaria a partir de manuscritos y raros, acompañados de aparato crítico-biográfico. Probablemente sin ese estudio e inclusión, sabríamos menos del abate, alguien tan en sus antípodas. Parece que al sabio reaccionario no le impedía rescatar ni los escritos ni la memoria del incendiario Marchena el hecho de que llegara, incluso, a ingresar en las tropas napoleónicas en la campaña de Alemania; ser luego funcionario de José Bonaparte en Madrid, o defender la Ley relativa a extinción de monacales. Pesaban más aportes como sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, un granado acopio de ejemplos comentados de la literatura española; su extraordinario conocimiento del latín, que le movió a la travesura de difundir con éxito un fragmento supuestamente perdido del Satiricón de Petronio, en realidad una imitación suya bastante procaz; su inagotable curiosidad humanista y, sin duda, los gestos de entereza durante su estancia en la prisión de la Conciergerie junto a otros partidarios de Brissot. A don Marcelino le cautivaron su valía intelectual y su valor personal, el coraje, la autenticidad. Como confesión valga este memorable comentario en La historia de los heterodoxos…, que no sólo cita el profesor Agapito al final de su libro (pág. 202), sino que también corona su intervención en la película Pensamiento insurrecto, de García Pelayo, ya comentada en esta misma tribuna: «Marchena, ardiente e impetuoso, impaciente de toda traba, aborrecedor de los términos medios y de las restricciones mentales, indócil a todo yugo, proclamaba en alta voz lo que sentía […]; yo sólo diré que siento menos antipatía por Marchena revolucionario y jacobino, que por aquellos doctos clérigos sevillanos afrancesados primero, luego fautores del despotismo ilustrado, y a la postre, moralistas utilitarios, sin patria y sin ley, educadores de dos o tres generaciones doctrinarias». Ya me dirán qué queda aquí de la frívola caricatura trazada sobre él.

Con todo, estamos en un tiempo en que no cabe esperar ningún elogio frío y escultórico ni de él ni de nadie, ni siquiera el desprecio según la ideología prescriba. Algo peor, asistimos al silencio de los colosos. Y es que Menéndez Pelayo fue un polígrafo de obra inmensa, exigente. Noventa tomos reúnen sus obras completas, incluidos los de su epistolario. Así que resulta más sencillo ignorarlo que leerlo. Como Agapito Maestre padece alergia a la facilidad, ha dedicado largo tiempo a nadar en esa escritura oceánica, y ahora nos ofrece una guía amena y entusiasta de lo fundamental del autor, despegando uno por uno los lugares comunes que en la figura que domina el vestíbulo de la Biblioteca Nacional, no en vano fue director de la casa y de la cosa, se han ido adhiriendo.

A ese objeto, Maestre prepara dos cebos irresistibles para quienes aprecien un buen menú literario; el primero es que la frase con que principia su prólogo («Amenidad, inteligencia y pasión encuentro en la obra de Marcelino Menéndez Pelayo») puede perfectamente aplicarse a él mismo. Es rigurosamente difícil exponer con naturalidad, imitar ese «escribo como hablo» del Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, hacerlo con nervio y encarnadura, como si nos enlazara en una charla donde la erudición viene al pelo y no sabe a presunción, en lugar de hablar como se escribe, que en algún caso lamentable se da entre intelectuales. Una charla que transcurre en poco más de doscientas páginas, donde por supuesto también se cruzan aquí y allá ráfagas de sensibilidad cordial, cervantina. Tan es así que cuando el lector llega a los paratextos de la bibliografía y el agradecido índice onomástico (pocos libros lo incluyen ya), se pregunta: ¿esto acaba aquí? Y no le queda otro remedio que releer o recalar en los tramos preferidos.

El otro aliciente se adereza con el ingenioso pretexto del libro y su ágil estructura. El gran heterodoxo es un ensayo, sí; una obra reivindicativa y divulgadora, sí, pero desde luego y en paralelo, también una narración. Y he dicho que realiza funciones de guía; nada que ver, pues, con el típico mamotreto donde se disecciona al por menor un caudaloso legado y se abruma con prolijas notas a pie. Es, sobre todo, vivaz. De acuerdo con que en el prólogo el autor deja claras las intenciones («averiguar, aclarar y desentrañar algunos de esos prejuicios» [pág. 16]), sin dejar de remitir a una concisa recomendación de lo esencial de la obra, «especialmente a la Historia de los heterodoxos españoles, a la Historia de las ideas estéticas en España y la Antología de los poetas líricos castellanos» (pág. 15); pero verán lo que ocurre cuando se abordan los primeros capítulos; fíjense bien en sus títulos: «1. La felicidad en Villahizán», «2. Peñas al mar», «3. Entre la calle Gravina y San Quintín»… Por supuesto, habrán deducido que más que epígrafes de ensayo se antojan títulos de capítulos de novela, además dividida en dos partes. Se debe a que entramos, en consecuencia, en una historia: el odontólogo Ángel Cidad Vicario, amigo del autor, inicia sus vacaciones en su localidad de origen, Villahizán, municipio burgalés, y le solicita que le recomiende, intercambiando correos electrónicos, wasapeando o conversando, algo de don Marcelino para leer en sus días de asueto, una figura a la que se empieza a acercar con verdadero empeño. Como bien se comprenderá, el amigo Maestre no le va a encajar el tráiler de las obras completas a lo crudo, sino selecciones, textos no muy alargados, lo que le vale a nuestro escritor filósofo para una estrategia bien pulida, y es que la mejor forma de afrontar la natación, o la navegación, por un mar de esa magnitud es iniciar el periplo en las orillas. O como se dice normalmente, «picar por aquí y por allá», sin duda, ya digo, la mejor y moderna manera de leerlo. Los ejemplos se encadenan en estos capítulos iniciales, se encadenan y se conjugan con reflexiones espontáneas del propio Agapito sobre, por ejemplo, la opinión de Menéndez Pelayo acerca de Emilio Castelar, o digresiones sobre las circunstancias y la pintura de Manuel Prior y Antonio López, que también comparte con su amigo y, va de suyo, con nosotros en el primer capítulo, justo donde también el propio Cidad Vicario le habla del buen aroma que le deja la lectura de la respuesta de don Marcelino al discurso de ingreso en la Academia de la Lengua Española de Benito Pérez Galdós. En el segundo, por igual le participa el agrado de haber descubierto el estudio preliminar del sabio santanderino a las poesías selectas de Amós de Escalante, sin ahorrarse esta hermosa cita: «La elegancia parecía en el escritor Juan García, pseudónimo de Amós de Escalante, una segunda conciencia» (pág. 27). Pero, un momento, ¿tal noticia es un hallazgo de la persona Cidad Vicario, que sí corresponde con alguien real, o de su personaje? Más parece tratarse de una licencia literaria para que, no tanto el también personaje Agapito Maestre como la persona creativa que principalmente es, aproveche para rescatar ese preciso texto ‒como el del anterior capítulo‒ y citar una de las gemas de la prosa del autor a estudio, tanto o más literato crítico que crítico literario, pues Maestre insiste en el placer de su lectura, incluso más que en lo nutricio de su consulta. Claro que, en el fondo, esto no es tan relevante como el mero encanto de la ficción concernida con esta guía.

El caso es que, acto seguido, en «Entre la calle Gravina y San Quintín», el humanista, el Brujo de Villahizán, sea personaje o persona, o personaje auténtico, como se le identifica en algún lugar del libro al más puro estilo cervantino, espoleada su curiosidad por la lectura del testamento de Menéndez Pelayo donde lega toda su biblioteca y el lugar donde se halla al Ayuntamiento de Santander, se desplaza a la ciudad, a la casa-museo de don Marcelino en la calle Gravina, para darse contra el muro de las rémoras administrativas, pues lleva años cerrada por obras de rehabilitación. Aprovecha para visitar la península de La Magdalena y acercarse a la que fuera residencia de Pérez Galdós, donde tan sólo el nombre de San Quintín testimonia que en el lugar de esa construcción de nueva planta estuvo ubicada. Esto le vale a Maestre para citar una crónica de Azorín relatando su visita al autor de Fortunata y Jacinta, quien le comenta que a cierta hora pasa cerca de ahí el ferrocarril con don Marcelino «leyendo en un libro» (pág. 33). Y esto también le vale a Maestre para… Para seguir atrapando al lector por senderos y vericuetos en lo que queda de libro, sin deslindarse del recurso del diálogo, que a veces reproduce, otras cita en estilo indirecto, parafraseándolo, o tal vez y sobre todo, ingeniándolo: un feedback entre ambos interlocutores que vertebra la estructura del ensayo. Le vale, en fin, en el hoja tras hoja que jalona la guía, para señalar varias ideas fuertes, donde la principal, me parece, es que estamos esencialmente ante un artista, un crítico artista, como defendía Wilde que debiera ser todo espectador, lector e investigador magistral en Intenciones (1891), año en que Menéndez Pelayo concluía la primera edición de su Historia de las ideas estéticas en España. Maestre incide en que el que fuera gran conocedor de la poesía española e hispanoamericana, de la poesía clásica (en especial, su amado Horacio) y de la anticlasicista (la romántica de un Heine, por ejemplo), también practicó por su cuenta el arte poético. Es decir, estuvo dotado para divisar el alma de los libros, el alma de la cultura y el espíritu de la historia; por eso necesariamente su obra es abierta y flexible, erudita y a la vez intuitiva, otra noción e impresión que debemos al profesor Agapito. Por eso no sólo es posible reconocerle pionero de la crítica e historiografía modernas en nuestras landas, sino captar en lo que vale el elogio de su amigo Juan Valera, asimismo citado por nuestro filósofo: «Nos desconocíamos antes de él».

Hay más, mucho más, en lo que incluyo pasajes favoritos, como la reflexión acerca del ninguneo o el poco miramiento del que fue objeto por parte de la Generación del 98, de la del 14, o la visión cuando menos polémica de la del 27, en contraste con los apoyos previos de un Galdós o un Clarín, o el de un poeta y teórico vanguardista como Guillermo de Torre, quien sí supo identificarlo como artista. Otro paisaje querido para mí es el análisis de la perspectiva de don Marcelino en cuanto a la obra de Cervantes, sea el Quijote, sea el ejemplo de la ejemplar Coloquio de los perros; o la jugosa curiosidad de que debiera al autor de zarzuela, Barbieri, en concreto a su bien colmada biblioteca, el mayor conocimiento y divulgación del discurrir de la música española, en especial los tratadistas musicales de nuestro Siglo de Oro, equiparándolos con los literarios, en la parte a ello dedicada de la Historia de las ideas estéticas… O su visión de la poesía mística española como filosofía, y el que nuestro idioma sea el utensilio más adecuado para ello. O la lucha contra topicazos de leyenda negra como que en España no haya habido verdadera ciencia, aportando a ese propósito un profuso repertorio de bibliografía. O el gesto de humildad intelectual en su carta excusatoria cuando es invitado a dar un discurso en la Universidad Central con motivo del tricentenario del Quijote, alegando falta de tiempo para la debida meditación y «poder decir algo nuevo y huir de los lugares comunes» (pág. 86). ¿Realmente esto lo firmaría un ortodoxo? Demasiados prejuicios vertidos desde el desconocimiento y los infaustos lugares comunes, a lo que se sumó una suerte de apropiamiento simbólico en el régimen anterior, sin tampoco conocerlo en profundidad, dicho sea sobre alguien fallecido en 1912, que también tuvo y tendría adeptos en las izquierdas, como los casos de Araquistáin y Juan Goytisolo. No es extraña así una deliciosa anécdota, que cita Maestre, narrada por el enorme poeta y pensador mexicano Gabriel Zaid, que no me resisto a reproducir: «Emilio Uranga (gran discípulo de José Gaos) me regañó cuando dije alguna tontería despectiva sobre Marcelino Menéndez Pelayo.-No sabes de quién estás hablando-.» (pág. 85).

Ciertamente, no debiéramos permitirnos no saberlo. Concluyo ya, regresando para ello a la chispeante autoridad mencionada en el primer párrafo, ese Oscar Wilde que tiene alternadamente tan poco y tanto que ver con don Marcelino, como mínimo en lo que manifiestan de conexión total con la propia literatura. Recuerdo uno de sus juicios tan penetrantes como aparentemente absurdos, tal es el que la evidencia de que estemos ante un buen cuadro es que nos haga exclamar al verlo: «no está pintado». Dicho en román paladino: que no se le vean los trucos, la construcción, las capas, el proceso. En ese sentido, Marcelino Menéndez Pelayo. El gran heterodoxo es muy buen libro. Precisa de varias lecturas para percibir los trucos de su arte, las huellas de un trabajo que, presumo, ha debido de ser tan concienzudo como paciente e intenso ‒muy difícil, dicho a las claras‒ con vistas a lograr la alquimia de que al lector le parezca fácil, amena, deportiva, su lectura. Hace falta mucha madurez, mucha obra, mucha capacidad de síntesis, de cortar y volver a recoser para que el estudio se antoje así de natural, no pintado. Y no podía ser de otro modo, ya que imagino que muy parecida fue la exigencia que se impuso don Marcelino, al que apenas podemos visualizar fuera de su escritorio, casi una relación biológica por no decir apasionada, entregada y sensible. Sensibilidad que se arpegia en algunos de sus versos, esos que Maestre quiere que también valoremos y recordemos, y uno, que se suma a la causa, a renglón seguido los pespuntea:


Y al despertar de sueño tan profundo,

Vi encarnarse y tomar forma y acento

La belleza ideal en tu hermosura.

(Del poema A Epicaris, pág. 75)

Hacer un retrato al natural es sumamente arduo, porque no radica sólo en reproducir lo visible. Exige tiempo, no únicamente el empleado en la ejecución, sino el de toda la experiencia del artista a sus espaldas. Un cuadro no es una foto, y, de hecho, no he hallado fotografías de Menéndez Pelayo sonriendo. ¿Por qué? Sinceramente, sería complicado escarbar ese gesto tras sus barbas mosaicas o jupiterinas. También se puede sonreír con la mirada (eso lo hemos corroborado tras estos años de mascarilla), cierto, pero la suya siempre nos parece escrutadora, de autoridad, de disposición de servicio constante, casi marcial, en defensa de su y la cultura, de su y la verdad y contra la difamación, un Júpiter reflexivo. Pero, saben, un pintor de calidad es aquel que logra reflejar en el lienzo algo de lo invisible del modelo, lo que no se ve a simple vista o que intuimos como un rasgo personal. Menéndez Pelayo dedicó bastante de su tiempo a los heterodoxos; primero, en esa obra de juventud, entre 1880 y 1882, que hemos mencionado aquí; pero, ¿qué significa que retomara el genio andaluz de Marchena, pisando ya la madurez, entre 1892 y 1896? No voy a caer en la superficialidad de dirigirle aquel dardo de «dime con quién andas (o con quién te gusta andar) y…», pero ese gusto, esa inercia, esa debilidad al menos informan de algo común, es evidente. ¿Recuerdan aquello de «aborrecedor de los términos medios y de las restricciones mentales»? Tal vez el joven Menéndez Pelayo sonrió tras releer ese alegato a favor de José Marchena, descubriendo en ese justo párrafo su simpatía por él, y algo más duro: que estaba hablando de sí mismo. Sí, le veo sonreírse tras una barba aún no tan poblada. Es obvio que también ha sabido captarlo Agapito Maestre, y que ha conseguido sacarle lo que no se ve a simple vista: su sonrisa. Y es una sonrisa heterodoxa.

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