Días atrás, elevaba la prensa a los titulares una presunta lucha por su amor de dos hermanos que se declaran novios, tienen dos hijos y quieren casarse. ¡Queda ya tan lejos aquel temor que Denis de Rougemont expresaba con melancolía poco después de la última gran guerra!: “Si nuestra civilización debe subsistir, será preciso que opere una gran revolución, que reconozca que el matrimonio, del que depende su estructura social, es más grave que el amor que la civilización cultiva, y exige fundamentos que no sean los de una bella fiebre”
Aquella guerra fue un final que sólo mucho más tarde empezamos a comprender. La población europea cumple cada día más su condición de muchedumbre solitaria, de acumulación de partículas elementales, egos menesterosos, pero soberbios, que se señalan el pecho o la sesera como si allí encontrara el cosmos su centro.
Cada uno minúscula magnitud de una suma inconsistente, que se concibe ónfalos de un universo sin centro ni periferia. Borges nos recuerda que Pascal, que ve el universo como una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y el perímetro en ninguna, había tachado de la frase la palabra “effroyable”. El mundo es “una horrorosa esfera infinita – escribió Pascal – cuyo centro está en todas partes y el perímetro en ninguna”. Cada uno de nosotros centro y periferia, marginal y solitario, pero soberbio detentador de un centro imaginario. Sumidos en un horroroso magma social sin estructura, ni consistencia, mera nube o polvo de individuos cada uno de los cuales oye latir su miserablecorazón y piensa que es el tic tac de la absoluta realidad.
Por fin hoy la pretendida “bella fiebre” de un amor incalificable, alcanza al núcleo mismo del soporte antropológico de la estructura social. Desde luego el incesto y la exogamia, normas conjugadas que definen las estructuras de parentesco, pueden tener distinto radio; constituyen – en cualquier caso – los puntales intocables de la condición humana. Para los que niegan toda constitución antropológica y se declaran capaces de mudar de identidad – más allá de cualquier categoría – toda estructura es, sin embargo, represiva y cualquier forma es índice de dominación. Son los que nos llevan al galope hacia un vacío sin horizonte o hacia una eterna y silenciosa nada, los que impugnan hoy estructuras constituyentes de nuestra condición elemental. Estamos ante una fuerza emancipatoria que nos libera de nosotros mismos: es el viento que dispersa la nube social de egos diminutos, separándonos definitivamente de cualquier comunidad y entregándonos al patético sentimentalismo que nos invade al menor temblor.
Si tuviera razón Joseph Heinrich y el programa de matrimonio y familia de la Iglesia católica hubiera jugado un papel determinante en el proceso histórico occidental, el ataque al parentesco podría estar impugnado hoy la constitución misma de ese occidente histórico. A su juicio, ese proceso ha hecho de los occidentales “las personas más raras del mundo”, por lo mismo hoy estaría en juego nuestra singularidad. Nada debería extrañarnos side los titulares puede colegirse la presencia de una fuerza real que pretende una homogeneización completa de las poblaciones por la vía de la absoluta ecualización de todos los seres humanos en términos de una individualidad abstracta y uniforme.
Átomos sometidos a una gestión integral por medio de nuevos recursos tecnológicos, cuya eficacia – especialmente en el terreno de la información y la comunicación – apenas estamos empezando a comprender. Nada hay más fácil hoy que el dominio pleno de esa masa universal de sujetos libres y enteramente desprendidos de cualquier vínculo normativo, individuos que se aproximan y se alejan entre sí en función de pasiones que juzgan nacidas de una voluntad y una afectividad que hace tiempo que no les pertenecen.
También hace ya mucho tiempo que el amor – la potencia que sostuvo el vínculo comunitario – desapareció, suplantado por una pasión de raíces poco apreciables que se disfraza con el mismo nombre. Es terrible recordar el condicional que recogía Rougemont: “si nuestra civilización debe subsistir”.No está escrito que tenga que subsistir.
Será horroroso contemplar su extinción en nombre, justamente, de un “amor” bastardo que – usurpando el nombre – se ha convertido en la mayor fuerza de destrucción que quepa imaginar.