Hablar de los libros ajenos por deber, de los que lee uno por cuenta propia, de los sucesos que nos ocurren de vez en cuando. Supongo que todo ello, visto en perspectiva, conlleva una delicada mueca de cansancio. Para qué, para qué más o tanto, podemos decirnos. Pero está bien que sea así, hay que intentar recordarse. En el caso de uno, toda esa actividad viene dada porque el mero hecho de realizarla llena el tiempo, alegra, y eso es algo muy importante si se tiene un temperamento con inclinaciones a lo caedizo y esas tonalidades pardas que son siempre susceptibles de bromas entre las personas amigas o las que no. El dato más insignificante puede colmarnos. La nadería más fugitiva puede enmendar. Otros, con sus versos y sus prosas, lo han sabido decir mejor, así que no me extenderé.
Pero también es divertido fijarse en ese lado ácido de quien sabe que es imposible escapar de la literatura, siendo además partícipe de ese mundo. Me acuerdo de algunos libros de Thomas Bernhard en los que no escatimaba cuchilladas a la sociedad en la que le había tocado nacer, crecer y morir, a la sociedad literaria de su país, y a sí mismo por ser consciente de que la mayoría de las veces le asqueaban esos círculos y sus comportamientos: en El sobrino de Wittgenstein, aclara que detesta profundamente los cafés literarios vieneses, pero que como él mismo tiene esa enfermedad del café, una y otra vez se ve abocado a ellos y a tratar de esos asuntos, a los que más tarde haría un traje pasándolos a manuscrito.
Hay que aceptar el mundo literario si se está en él. Tiene mucho de networking, que diría mi amiga Candela, o de eco lejano de vida salonarda, puestos a embellecerlo. Pero si se sabe mirarlo sin mucho prejuicio, esperando que obre sus milagros desde la barrera, uno puede ser recompensado con historias de lo más variopintas que vuelven humanos a aquellos que se han creído despojados de sus atributos mortales, caminando a ras del suelo y dignos sólo de las mejores diligencias hacia sí. Ocurrió hace unas semanas. En la grabación, se aprecia una recepción de X en un exterior, frente al edificio ―un teatro― en el que se habría desarrollado el acto pertinente que requirió de su presencia. Supongo que ya había terminado, porque es cuando más descansadamente puede acercarse a saludar a los curiosos y devotos y estrechar unas cuantas manos y los propietarios de éstas saberse agradecidos de aquí a dos siglos. Entre el público, la poeta Z. Debió pedir a alguien que grabase el encuentro, indicándole que sacase el mismo espacio para ella, es decir, para su ego, y que pudiera verse cómo X le correspondía. Z se presenta como la poeta más premiada de su generación, tal cual, poniendo de frente las banderillas, seguido de un sí, puede buscarme, encantada de conocerla. X le pregunta, desarmada, seguramente, ante tal despliegue, que ahora qué está haciendo, en el que puede leerse el subtítulo pero tú, ¿de dónde sales? Z, a la carrera, suelta que sigue escribiendo, que sigue con su obra y con muchas ganas de continuar siempre en la literatura. X le felicita por un premio. Z se deshace con el halago sin darse cuenta que X intentaba poner una gasa que frenase el babeo. X, por no dejar de parecer educada, le dice si le ha dedicado el ejemplar ―porque no podía faltar la entrega del ejemplar regalado, en este caso, como suvenir de su vanidad―, y Z, como en las mejores obras de Lina Morgan, se lleva la palma a la frente para golpearse y responde que se le había olvidado, que por supuesto. Toma el ejemplar previamente dado a uno de los de seguridad, y el hombre se lo tiende para que ella pueda sellar a bolígrafo esos segundos de gloria que no borrarán las inclemencias del tiempo ni el algoritmo virtual. Tómate tu tiempo, le aconseja X una vez pasado el trago, yéndose a recibir los guapa, guapa que le suelen ser habitualmente vitoreados.
Es una bonita escena de nuestra Comedia Humana. El clima es soleado y típico de la llegada de la primavera al sur, posibilitando estos enardecimientos. Pero ahí está la gracia de lo literario, o lo mismo, de las mentiras. Z puede ser la poeta más premiada de nuestra generación, sí, pero dista mucho el jalón que componen los premios de la calidad de su obra, tan deficiente. Si los tiene, es porque se ha presentado a todos los habidos y por haber, y los premios, como el dinero, se llaman entre sí con sus señales de humo. Z puede practicar una poesía que denuncie lo empobrecido y precario de nuestra sociedad, pero ante una autoridad como X, olvida sus propuestas estéticas, y sobreentendidas éticas, y encadena reverencias y piropos con las maneras de los sometidos por el feudo. Olvida, por tanto, su condición ciudadana, su estar a pie de calle, característica fundamental si se escribe una poesía como la suya. Z podrá ser cabeza de cartel de la poesía española contemporánea, pero también la prueba de que el mundo editorial está mal hecho. Aun así, hay que reconocer el amor propio, el valor y el arrojo de largar esa castaña y quedarse con los pies en alto, firma de última hora incluida. Servirá de enseñanza para aprender cómo medrar en la literatura sin valer un duro. Pero alegrémonos igualmente. La cuestión, como dijo Pla, es pasar el rato, sea entre libros, sea entre chascarrillos. Los nombres pueden averiguarse fácilmente. Uno no los ha puesto por no perder el deje literario, y es que toda precaución es poca.