«El mundo es hermoso esta noche/ en el cielo brillan innumerables estrellas, / y de camino a casa, alegremente tomados de la mano/ los que son felices pasan a mi lado/. Yo me desoriento en cada sendero/ tropiezo con cada piedra / y cada verja y cada puerta / están cerradas sólo para mí».
Definir qué es la poesía, aunque parezca cuestión sencilla, es harto compleja si eludimos la precisión y dedicamos una mirada a cómo se gesta, de qué maneras y bajo qué condiciones necesita para producirse, cómo es recibida por los lectores. La poesía nace de la esencia de lo pensado y lo sentido, puede escribirse incluso en condiciones paupérrimas (como en una trinchera o en un hospital) y, quien aprende a amarla, le dedicará horas de lectura con pasión. Para otros muchos, la poesía es el género del artificio, del ego y de la reverberación de su propia voz. Ríen ante el devaneo de poetas excelentes, pasables y mediocres, mientras el género se aleja de los lectores, que siguen percibiéndolo como «complicado» o una pérdida de inversión económica. ¿Por qué gastar veinte euros en un poemario cuando por ese precio o poco más pueden hacerse con una novela de doscientas páginas?
Katherine Mansfield recuerda a los lectores lo que es la poesía en La criatura terrestre y otros poemas. La reconocida narradora, representación singular del modernismo de principios del siglo XX, centró su mirada en la vida cotidiana y el transcurrir de una época en la que cualquier destino del mundo parecía a punto de decidirse por la cuestión más nimia. Mansfield, nacida en Nueva Zelanda, habitó la Inglaterra del final de la época victoriana. Enamoradiza, libre, sensible y colmada de una brillante inteligencia que destaca en sus cuentos, diarios y poemas, la autora tuvo que enfrentarse a un tiempo turbulento y al continuo desengaño amoroso, también a la enfermedad. Vivió con intensidad durante treinta y cuatro años.
Fruto de su vitalidad surge la colección de poemas La criatura terrestre. En ella se reúne una extensa muestra de su poesía, desde 1903 hasta 1922 ofreciendo al lector, además, la evolución en la mirada y en la voz lírica de la neozelandesa. La poesía de Mansfield me fascina, precisamente, por su libre sencillez. En eso consiste escribir poesía. Ella no fijó su mirada en imponentes rascacielos ni elogió la candidez del campo, sino que supo ver la naturaleza que trasciende a las cosas. Nueva Zelanda, con su flora y fauna, está presente en sus poemas, en los que se intercalan sus estancias en Inglaterra y en Francia, el ambiente de la ciudad, el perezoso caminar de los paseantes, la felicidad y la amargura de la protagonista y de cuantos otros personajes desfilan por los versos de Mansfield. La infancia, cuando invoca al bosque que le proteja en uno de sus poemas, la vida adulta, como paso necesario y abrumador presente: el simbolismo está contenido, sometido a la mirada, a la presencia del significado, directo y punzante. La poesía de Mansfield no requiere de grandes dosis de erudición, sólo de una pequeña dosis de buena voluntad y algo de tiempo para disfrutar de sus poemas entre parada y parada del metro, durante el tambaleante trayecto del autobús o en el entresueño justo antes de dejarse vencer por el sueño.
Torremozas ha editado esta selección en formato bilingüe que corre a cuenta, junto con su traducción al castellano, del excelente trabajo de Jimena Jiménez Real, quien ha realizado una labor delicada, en mi parecer. El resultado es un volumen inolvidable, tanto en contenido como en la calidad de la publicación. Tanto si son acérrimos lectores de la buena poesía como si pertenecen al clan que aún duda de la conveniencia de sumergirse en este maravilloso género literario les invito a hacerse con este libro que, les prometo, endulzará sus días.