Cuando parece que las aguas se han calmado tras la celebración del festival de la canción más internacional, conviene reflexionar en torno a lo sucedido desde la perspectiva que nos permite adoptar nuestra nacionalidad. Algo que nos impedirá ser objetivos del todo, sin duda. En mi caso, después de visualizar la LXVII edición eurovisiva a través del televisor con mi pareja el pasado sábado 13 de mayo, me veo obligado a dar la razón a esos prejuicios de los que siempre intento huir para concluir en que, por encima de las cualidades artísticas, estéticas o sensibles, han vuelto a predominar otros tipos de intereses ajenos al enriquecimiento cultural. Hace tiempo que Eurovisión dejó de ser un concepto centrado en el valor de la música para recrearse en el espectáculo de fuegos de artificio visual. Cuanto más polémico, mejor. El propio nombre parece traicionar a su idea originaria en torno a lo sonoro, pues alude a su retransmisión televisiva —de ahí el término “visión” en lugar de “Euroaudición”—, haciendo predominar la imagen sobre la música. La canción, cantante y país ganadores volvieron a decepcionar las esperanzas depositadas en un producto original y digno por su valor. Más allá de los intereses políticos, que en este caso no se han hecho tan visibles como en ceremonias anteriores —donde Israel o Ucrania parecieron vencer nuevamente por ideología y no por méritos artísticos—, la canción Tattoo, de la representante sueca Loreen contaba con el prestigio que ya poseía la cantante y con un estilo muy similar al que le granjeó su éxito previo.
A todo esto, debo añadir a mi susceptible percepción objetiva de lo sucedido la relación de amistad que me une de aquí a unos años con la representante española, Blanca Paloma. Para mí y para quienes contamos con su cariño fue toda una sorpresa más que agradable asistir a su progresiva visibilidad social, sobre todo a raíz de que ganase la edición del Benidorm Fest 2022. Su triunfo supuso la esperanza de que las cosas en el panorama cultural y mediático español pudiesen cambiar y, por extensión, en el europeo.
A Blanca Paloma la conozco desde mis años de formación universitaria, durante el curso de la Licenciatura de Bellas Artes en la Universidad Complutense. Fue a raíz de mi incorporación en el grupo de teatro de la facultad, con otros amigos y compañeros, cuando inicié mi amistad con ella. Juntos participamos en diferentes proyectos, siendo uno de los más simbólicos aquel que nos llevó a “Cáscara rota” —que así se llamaba el grupo— al municipio italiano de San Casciano, para representar la breve pieza teatral “Vida”, creada desde cero para enmarcarse en el festival de teatro que se organizaba en aquel lugar, en los días 28 y 30 de junio de 2013. Se trataba de una historia donde los personajes no hablaban, sino que se guiaban por una música que determinaba sus acciones. El cartel actoral se encontraba conformado por mis compañeros y amigos Gonzalo López de Novales y Javier Ramírez Serrano y por un servidor. Ellos representaban a unas criaturas animalizadas que, como decía, se movían siguiendo los compases musicales procedentes de un violín, ejecutado por mi personaje: una especie de Dios con apariencia de diminuta marioneta. Tanto la escenografía como el vestuario fueron materializados a partir de diferentes bocetos por Blanca, en su faceta de escenógrafa. Recuerdo perfectamente la jornada de preparación previa en la que los componentes de este equipo nos reunimos con ella, en un piso del barrio madrileño de Pacífico en el que vivía por aquel entonces y desde el que trabajaba. El sol del verano impregnaba con tonos anaranjados sus estancias. El salón sirvió de enclave para probarnos los vestidos y ejecutar determinadas acciones para comprobar su comodidad y perfecto funcionamiento. Recuerdo las conversaciones a su lado y su empatía —con la que generosamente nos agasajaba a todos, pues estaba en su forma de ser— en el estudio, rodeada de dibujos y fotografías —una, en concreto, de su admirada Silvia Pérez Cruz, parecía dominarlo todo—. En esos ratos de espera tuve la suerte de escucharla cantar en ese estilo suyo tan personal, donde predominaban las melodías flamencas, tan deudoras de la cultura árabe. Suma de tradición y modernidad. También disfruté y disfrutamos de su música en otros proyectos previos, como el de “Piojos en costura” (2012), en el que, con un elenco mucho mayor, interpretábamos a distintos personajes que habitaban en un edificio, como sus inquilinos. El público en este caso debía entrar en la casa guiado por un personaje que interpretaba a un agente inmobiliario que iba enseñando la casa con sus diferentes habitaciones, aún habitadas por sus antiguos inquilinos. Entre los intérpretes allí reunidos, además de los anteriormente citados, estaban Andrea Díaz Reboredo, Lara Padilla, Adrián Piqueras o Lucía Sánchez. Con el paso del tiempo, cada uno ha ido evolucionando en su destino creativo y profesional, desde el cómic, pasando por el diseño de ropa, la producción audiovisual, la pintura e incluso el cine de animación. Otros como Andrea han permanecido fieles a lo escénico y continúan dando muestras de su maravilloso talento. Blanca siguió con la escenografía y la música, dos pilares con los que ha sabido construir de forma admirable su presente.
A mi juicio, su “Eaea” representa un tema por el que transpira una naturaleza genuina y verdadera de la que adolecieron otros números musicales participantes en la gala. Podía haber sido, como dejaron ver los entendidos, un acto de justicia con Remedios Amaya y su participación en el mismo concurso cuarenta años antes. La conclusión es que Europa no parece encontrarse preparada para este tipo de música, anclada en las raíces de la cultura pero también verdaderamente profética —a la vista está el éxito flamenco de Rosalía—. No obstante, la valenciana ha prometido continuar siguiendo su impulso y determinación, lo que es elogiable y esperanzador. Por eso, solo puedo decir: “¡Vuela alto, Blanca Paloma!”