La literatura, considerada como una de las Bellas Artes es, sin duda, la más antigua forma de expresión. Sus fines estéticos los alcanza mediante la palabra, que es la base de todo en todas las lenguas. Sin embargo, nunca resulta fácil calificar qué cosa es o no es literatura, ya que este concepto construido históricamente acepta diversas definiciones. En algunos casos no se limita solo al arte de la escritura, pues hay autores que prevalecen a través de ellos mismos; es decir, han sido literarios por fuerza propia y han forjado verdaderas leyendas más allá de lo que escribieron, sobreviviendo en puntuales o curiosas anécdotas que se imponen sobre la obra. Se suele decir en muchos casos que “el personaje mata al escritor”.
Hacia finales del siglo XIX cundió por España el nombre de José Marchena y Ruiz de Cueto, nacido en Utrera, en 1768 y fallecido en Madrid en 1821; el personaje, conocido como el Abate Marchena (que no fue nunca miembro del clero, aunque acepto tal apelativo quizá como parte de su excentricidad), fue poeta, periodista, político liberal y publicista afrancesado; pero, en especial, traductor al español de clásicos franceses. Lo concreto es que el Abate Marchena, a más de un siglo de su muerte, en 1916, adquirió la suficiente notoriedad al ser publicada una amplia y bien documentada biografía suya incluida en la primera edición de la Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa-Calpe. Antes, en 1882, el receloso filólogo y polímata don Marcelino Menéndez y Pelayo, le había dedicado casi cuarenta páginas en su monumental obra Historia de los heterodoxos españoles, donde lo rescata y lo destrata acaso con menos saña que secreta admiración.
El Abate Marchena fue, sin duda, un verdadero personaje. Su vida estuvo llena de viajes, persecuciones, cárceles, altibajos y alguna que otra reivindicación. Sirvió a reyes, a revolucionarios y no es de extrañar, que muchos de sus compañeros de correrías se hicieran eco de su existencia, tanto para alabarlo como para enumerar sus audacias y descuidos.
Estudió Leyes en Salamanca, donde empezó a publicar, en 1787, una gacetilla titulada El observador. En aquellos primeros textos, el joven Marchena criticaba la vieja escolástica universitaria, defendía las ideas ilustradas más radicales y se burlaba del nacionalismo pasivo de Juan Pablo Forner, al que consideraba un genuflexo. En 1792, ante la inminencia de un proceso inquisitorial, decidió cruzar el Bidasoa para instalarse en Francia, donde se convirtió en un personaje muy activo en el convulso panorama político que se disputaban, por aquel entonces, los jacobinos de Maximilien Robespierre y los girondinos de Jacques Pierre Brissot.
La leyenda que acompaña su biografía, señala que José Marchena y Ruiz de Cueto, tuvo un vida aventurera y fomentó anécdotas audaces e inquietantes (como la de tomar durante cierto tiempo como mascota a un jabalí que lo acompañaba a todas partes). Tristemente, fue desprestigiado y aparte de sus perdurables traducciones poco o nada quedó de su obra propia; hay quienes afirman que la Inquisición la destruyó; otros, que tal obra nunca existió, aunque es bien reconocida su enjundiosa tarea de traductor. Siendo ahí donde prevalece, pues aún se lo redita.
Tampoco resulta exagerado afirmar que el Abate Marchena fue una figura sobresaliente en el ámbito de la traducción dieciochesca y decimonónica. Aunque al respecto anatematiza Menéndez Pelayo que “era traductor como recurso de su miseria, a la vez que como medio de propaganda, para congraciarse con editores franceses, y se daba sobre todo en la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopedista”. Y prosigue don Marcelino con su látigo implacable: “Su trabajo fue el reflejo de su pensamiento y su pensamiento le ayudó en su trabajo. Sin duda el devenir de su vida forjó ese carácter reivindicativo, burlón y canalla, que estuvo reflejado en todas y cada una de las obras que tradujo”.
Obviamente que no todos están de acuerdo. Otros escritores, como Pío Baroja suavizan puntualizando que “en esas traducciones el Abate Marchena ofreció a sus contemporáneos versiones de textos claves para entender la época y lo hizo siempre de una manera profesional y comprometida. En todo momento se mantuvo fiel a sus vocaciones y por ello se merece el respeto y la admiración de lo que siempre fue: uno de los grandes intelectuales de su tiempo”.
Lo cierto es que aún hoy se siguen reimprimiendo sus traducciones del De la naturaleza de Lucrecio, las Novelas de Voltaire, el Emilio de Rousseau o las Cartas persas de Montesquieu. No dejó, además, de escribir ensayos, poemas y obras de teatro, supuestamente destruidas o extraviadas, donde defendía, junto a sus ideas ilustradas, la tolerancia y la libertad de expresión.
El Abate Marchena tampoco dejó de ser un activista político. Inmediatamente después del 10 de marzo de 1820, cuando Fernando VII se ve forzado a jurar la Constitución de 1812 y a suprimir la Inquisición, él lo apoyó para que se traslade a España, haciendo lo propio. Allí vivirá con polémica felicidad el primer año del Trienio liberal (1820-1823), que, en verdad, nunca el Abate Marchena pudo llamar de esa manera, pues murió el 31 de enero de 1821, creyendo, tal vez, que había contribuido a beneficiar su primera, pero no única, patria. Se hace desde entonces, un dilatado silencio, aunque sus traducciones se siguen publicando.
Luego, salvo honrosas excepciones como las de Benito Pérez Galdós y Pío Baroja y, más cercanos a nuestros días, como Juan Goytisolo y el profesor Castany Prado, el Abate Marchena ha sido minuciosamente ignorado; no así en la ficción literaria, ya que en su novela titulada La explosión, Vicente Blasco Ibáñez lo celebra y convierte en protagonista.
Pero, paradójicamente, muy en coincidencia con los pareceres de Menéndez y Pelayo, otros historiadores y críticos católicos, califican al Abate Marchena como un “propagandista de impiedad, con aires de misionero y de apóstol, corruptor de una gran parte de la juventud española por medio siglo largo, sectario intransigente y fanático... de influencia diabólica y que, según relación de sus contemporáneos, era pequeñísimo de estatura, muy moreno y horriblemente feo, en términos que más que persona humana parecía un sátiro de las selvas, autor entre 1892 y 1896 de temerarias obras con escasa tirada de solo quinientos ejemplares, de los que se pusieron a la venta la mitad”.
En otro plano más polémico, el Abate Marchena es considerado ya no solo como un literato y traductor, sino como un personaje pintoresco que sobrepasa su obra. “Para la derecha fue un hereje, masón y hasta jacobino, símbolo de la ‘anti-España’, mientras para la izquierda era el principal divulgador del pensamiento de Rousseau, reconocido especialmente en los medios anarquistas; pero siempre nefasto”.
En 1808, como ya señalamos, sabemos que regresó a España con el nuevo rey José I Bonaparte, ocupando diversos cargos en su administración, y tuvo que abandonarla de nuevo tras la derrota del ejército francés en la Guerra de Independencia. Después de un segundo exilio en Francia volvió a España tras el pronunciamiento del general Riego, con la idea de participar activamente en la vida política española, pero la muerte lo sorprendió a los pocos meses de su regreso. Y allí empezó otra leyenda.
Algunos estudiosos de su vida, señalan que en su multifacética actividad intelectual el Abate Marchena abarcó los campos de la economía política (fue quizá el primero partidario del liberalismo de Adam Smith) y aplicado estudioso de la literatura de su época, la política y la religión). Pero, como ya señalamos, donde más se destacó el Abate Marchena fue en el campo de la traducción, siendo uno de los más influyentes del primer cuarto del siglo XIX. A él se debe también la primera traducción castellana del Contrato Social de Rousseau.
Sabemos que José Marchena era el hijo único de Antonio Marchena Jiménez, abogado y rico propietario de Sevilla, quien había pensado destinarlo a la carrera eclesiástica debido a que en su niñez dio muestras de una gran devoción. Fue así que cursó la enseñanza secundaria en Madrid, donde estudió filosofía, lógica, metafísica y lengua hebrea -el latín y el griego ya los dominaba- y en 1784 ingresó en la Universidad de Salamanca. Según otras fuentes su padre fue fiscal del Consejo de Castilla.
Sea como fuere, el Abate Marchena, está presente y lo seguirá estando en sus “valiosas traducciones” y en algún soneto como “El sueño engañoso”, que reproduzco:
Al tiempo que los hombres y animales
en hondo sueño yacen sepultados,
soñé ante mí los pueblos ver postrados
alzarme rey de todos los mortales.
Rendí el cetro a las plantas celestiales
de Alcinda, y mis suspiros inflamados
benignamente fueron escuchados;
me envidiaron los dioses inmortales.
Huyó lejos el sueño, mas no huyeron
las memorias con él de mi ventura,
la triste imagen de mi bien fingido.
El mando y el poder desparecieron.
¡Oh de un desventurado suerte dura!
Amor quedó, mas lo demás es ido.
Artista y personaje, el Abate Marchena sigue presente en su leyenda esperando ser justicieramente reconocido. En lo personal, diré que me fue revelado por Borges, que lo descubrió en sus años juveniles cuando vivió en Sevilla. Conservo un ejemplar que él me obsequiara en 1981de las Novelas escogidas de Voltaire, que en tiempos de pandemia he disfrutado releyendo.