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El vino de Alejandro Magno

José María Herrera
sábado 06 de diciembre de 2008, 15:44h
El dominio del mar es bastante más reciente de lo que la mayor parte de la gente supone. Durante mucho tiempo, los hombres no se atrevieron a adentrarse en este medio ignoto y hostil. La idea de que fuera una vía además de un obstáculo tardó en formarse y se desarrolló con más lentitud que la que ha llevado al dominio del aire o a soñar con el del espacio.

En el Mediterráneo, el arte de navegar apareció probablemente en las islas egeas. Trechos muy cortos animaron a los audaces a dar el salto. Después, a medida que fueron conociéndose los secretos de la navegación, se persiguieron destinos más distantes. Hay que llegar a épocas históricas para tener constancia de esta clase de viajes.

Comparado con los grandes océanos, el Mediterráneo parece un mar tranquilo. Esto no es cierto. El número de naufragios ocurridos en sus aguas es enorme. De hecho, y hasta hace relativamente poco, la mayoría de los barcos no se aventuraban a cruzarlas en invierno. Incluso en la buena temporada, la navegación era sobre todo de cabotaje. Amén de los riesgos habituales, estaba el problema de los víveres. El aprovisionamiento no permitía alejarse mucho de la costa. Una de las mayores potencias navales de todos los tiempos, Venecia, a pesar de disponer de marineros excelentes y barcos magníficos, asentó su dominio sobre un rosario de islas, una sucesión de puertos que servían a la vez de almacén, factoría y fondeadero.

Las ciudades mercantiles y los ricos armadores monopolizaban la explotación de los itinerarios más largos. Únicamente ellos podían fletar un barco de tonelaje suficiente para trasportar la cantidad de mercancía precisa para compensar los riesgos. Entre estos se encontraban los piratas, propietarios de embarcaciones pequeñas y veloces, parecidas a las que utilizan ahora sus colegas somalíes en el Índico. La falta de artillería convertía de todas maneras a los grandes barcos en fortalezas inexpugnables. Para rendirlos había que recurrir a la traición o la sorpresa. Peor era enfrentarse con los impredecibles azares climáticos. Particularmente en el caso de los buques de carga, a veces mal construidos por culpa del excesivo tamaño. Si se desataba una tempestad y las cosas se ponían feas, la tripulación no tenía otro remedio que arrojar por la borda las balas de lana, los toneles de trigo o las ánforas de vino y aceite. El barco dejaba de deslizarse majestuosamente encima de las olas y comenzaba a cabalgar como un jinete bisoño a lomos de una yegua furiosa. Si esto ocurría muy lejos de la costa, malo; si ocurría demasiado cerca, peor. El Mediterráneo esconde restos de numerosos naufragios, pecios de todas las épocas, quizá incluso de las naves de Ulises, debelador de Troya.

Recientemente, en las proximidades de Mazotos, una pequeña población costera del sureste de Chipre, ha aparecido a cuarenta y cinco metros de profundidad el casco de uno de estos barcos y restos de su carga. Los arqueólogos creen que se trata de un buque de la época de Alejandro Magno que transportaba medio millar de ánforas de vino de la isla de Quíos, famosísimo en la antigüedad. Según la leyenda, este vino fue introducido allí por su primer habitante, Inopion, hijo de Dionisos y de Ariadna. Inopion, que nació en Creta, debía ser gran bebedor, pues esto es lo que significa en griego su nombre. La perdida de semejante cantidad de vino debió producir una enorme consternación entre los clientes. Beber agua nunca fue bueno para la salud, pero especialmente en aquellos tiempos insalubres.

¿Cuál era el destino concreto de estas quinientas ánforas de vino? Nadie lo sabe. La investigación acaba de comenzar. Con un poco de suerte puede incluso que bajo la arena se encuentren algunas intactas. Ánforas de terracota, ilustradas quizá con adornos geométricos, bellísimas en su pragmática simplicidad. Pero es difícil que el contenido se haya conservado. Si fuera así, si pudiéramos saborear una copa de Quíos y acompañarla, por ejemplo, con unas aceitunas del Ática o unas pasas de Corintio, nos resultaría más fácil entender por qué los antiguos estaban tan seguros de que el vino incita a la verdad y enardece la virtud.
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