Una vez parada la guerra en Gaza e iniciado el proceso de la pacificación en el Oriente Medio, el presidente norteamericano, Donald Trump, ha pasado en seguida a abordar, con una decisión más firme que nunca, el tema de acabar cuanto antes la guerra ruso-ucraniana. El proceso que él había empezado – en febrero del año en curso, cuando no había pasado ni un mes desde su llegado a la Casa Blanca –, llamando, por primera vez, al presidente ruso, Vladimir Putin. A propósito, una llamada duramente criticada por todos los grillos antitrumpistas.
Luego hubo más llamadas, se celebraron varias reuniones de los emisarios del presidente norteamericano con sus interlocutores rusos y con el propio presidente Putin, tanto en Moscú como en la Arabia Saudí y Turquía, hasta que se celebró un encuentro directo entre Donald Trump y Vladimir Putin en la base militar norteamericana en Alasca. También duramente criticada por los medios arriba mencionados.
Al mismo tiempo, tenían lugar, en paralelo, las reuniones entre los equipos negociadores norteamericanos y ucranianos, así como varios encuentros personales de Trump con el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski.
Durante todos estos meses – ya son ocho – Trump intentaba convencer a Rusia y a Ucrania, implicados en un conflicto bélico más sanguinario y brutal en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, a que parasen la guerra y empezaran la negociación de un Acuerdo de Paz.
No fue fácil conseguirlo. Pero Trump y su equipo negociador estaban llevando el proceso con una gran habilidad y tenacidad, intentando jugar el papel de un mediador justo y objetivo entre las partes enfrentadas a muerte, que aceptaban negociar la Paz sólo en sus propias condiciones, a priori no aceptables mutuamente. Por lo cual, Trump en varias ocasiones tuvo que actuar desde la “posición de fuerza” – que forma parte de su doctrina negociadora –, amenazando al líder ucraniano con dejar de prestarle una ayuda militar y a su homólogo ruso anunciando unas duras sanciones económicas.
Todos estos métodos, aunque no tan rápidamente como a muchos nos hubiera gustado que fuera, parece que están llevando el proceso a su fase final. Digo que “parece”, porque hasta que no se termine con éxito no se puede asegurar nada.
Pero hay unos indicios más claros que nunca, que apuntan en esa optimista dirección. Y uno de ellos es la reciente conversación telefónica entre Trump y Putin, la que el propio presidente norteamericano ha calificado de muy positiva y esperanzadora. Y eso, después de sus anteriores declaraciones, en varias ocasiones, de que estaba enfadado y decepcionado con Putin, quien no cumplía sus promesas de buscar un compromiso con Zelenski para empezar las negociaciones de paz.
Y ¿qué ha pasado para que el “intransigente” Putin, quien después de la reunión con Trump en Alasca, no sólo no suavizó su postura en la guerra, sino que encrudeció todavía más los bombardeos de las infraestructuras vitales civiles en todo el territorio ucraniano, “de repente” se pusiera tan dispuesto para reunirse con Trump y Zelenski, próximamente (en dos semanas), en Budapest, para empezar las negociaciones del alto el fuego y del Acuerdo de Paz?
Es que a Putin le hizo temblar la amenaza de Trump de suministrar a las fuerzas armadas ucranianas los misiles “tomahawk”, si él se mantenga en su empeño de no sentarse a negociar el alto el fuego en el frente ucraniano, poniendo más trabas y las condiciones inaceptables
Estos mortíferos misiles de largo alcance en manos de los militares ucranianos cambiarían el curso de la guerra a favor de Ucrania, ya que podrían alcanzar los objetivos militares rusos en su propio territorio, en la profunda retaguardia y, especialmente, destruir en un par de meses toda la estructura de la producción y distribución del petróleo, gas y sus derivados. Al encontrarse bastante lejos de la línea del frente, en la profundidad del territorio ruso, estos objetivos son muy vulnerables a los bombardeos, ya que no tienen sus propios sistemas de defensa antiaérea.
Si los ucranianos, al no disponer de los necesarios misiles de largo alcance – sólo están utilizando los drones para bombardear las instalaciones petrolíferas rusas – ya han logrado dañar el 20% de estas estructuras, con los misiles norteamericanos, que tienen una carga explosiva 10 veces superior que la de los drones, colapsarían por completo la industria rusa de hidrocarburos.
A consecuencia, el ejército se quedaría sin combustible necesario para alimentar la maquinaria de guerra y se bajaría drásticamente la venta de los productos petrolíferos al exterior, la fuente principal de los ingresos en las arcas del Estado (más de 40%) que, en su lugar, afectaría drásticamente la financiación de la guerra, ya que el Kremlin está gastando dos tercios del presupuesto nacional en los fines militares.
He puesto la industria petrolífera de Rusia como uno de los blancos de los “tomahawk”. Pero también lo serían todas las instalaciones militares más importantes, sin las cuales no se puede ganar la guerra: sistemas de la defensa antiaérea, centros de producción del armamento (drones, misiles, munición) y los depósitos de su almacenamiento, aeródromos, etc.
Los misiles “tomahawk” son unos misiles de crucero, que vuelan a muy baja altura, bordeando el relieve del terreno, y son muy difíciles de ser detectados por los radares de los sistemas de la defensa antiaérea. Y son de muy alta precisión, lo que los convierte en una de las armas más mortíferas y eficaces para atacar la retaguardia del enemigo.
Por ello hay motivos para los rusos de asustarse. Huele a perder la guerra definitivamente. Putin sabe que Trump puede ser muy duro, cuando ve que no puede conseguir sus objetivos por las buenas. Lo demostró clarísimamente en las negociaciones con Irán y recientemente con Hamás.
El presidente ruso sabe también que su homólogo norteamericano conoce perfectamente los puntos débiles de la economía rusa: no casualmente Trump llamó a Rusia el “tigre de papel” y dijo que Ucrania podría recuperar los territorios ocupados por las tropas rusas. Una clara alusión al efecto que pueden producir los ya mencionados “tomahawk”.
Como vemos, la táctica negociadora de Trump de nuevo está dando su efecto. Presiona a Rusia por varios frentes. A parte de la amenaza de suministrar los mortíferos misiles a Ucrania, anunció – para demostrar a Putin que va muy en serio – la aplicación de aranceles a India, uno de los principales compradores del petróleo ruso (cerca del 40% de todas las exportaciones).
La indignada India contestó a Trump que seguirá comprando el petróleo ruso. Putin pudo respirar aliviado y se abrasó, en señal de agradecimiento, con el primer ministro de India durante la celebración (1 de septiembre pasado, en China) de una pomposa reunión de la Organización de Cooperación de Shanghai. La foto de esa amistosa cercanía entre los dos líderes fue publicada y comentada en todos los medios internacionales.
Pero, no ha pasado ni dos meses y el líder indio cambió de postura, declarando que su país dejaría de comprar el petróleo ruso. Prefirió mantener provechosa cooperación económica con los EE.UU que ayudar a Rusia en su ruinosa guerra con Ucrania.
Trump está consiguiendo que, bajo sus presiones, los pocos aliados que tiene Putin, le están abandonando. Irán ya está fuera del juego y ya no podrá suministrar sus drones a Rusia, que el ejército ruso ampliamente estaba utilizando contra los objetivos militares y civiles en el territorio ucraniano. También China se encuentra bajo las presiones norteamericanas para que dejase de comprar los hidrocarburos rusos.
Queda la Corea del Norte, pero hay rumores de que los asesores del presidente norteamericano, tras los bastidores, están preparando una reunión entre Trump y el presidente de la Corea del Norte, Kim Jong-un. Si este encuentro se produzca, estoy seguro de que Trump le ofrecerá al líder norcoreano una oferta que aquel no podría rechazarla, ya que sería mucho mejor que mandar a morir a sus súbditos en los campos de batalla en Ucrania.
Posiblemente, Putin, cada vez más arrinconado y debilitado, llegara a pensar que fuera mejor sentarse a negociar para conservar lo ya conquistado en esos tres años y medio de la guerra que perderlo todo en un futuro que no pinta nada bueno para la Rusia por ningún lado.
Creo que esto explica la tan inminente predisposición del presidente ruso de aceptar la propuesta de su homólogo norteamericano de reunirse personalmente para tratar el alto el fuego y las condiciones para negociar el Acuerdo de Paz entre Rusia y Ucrania.
Más aún, cuando el presidente ucraniano, después del reciente encuentro en la Casa Blanca con su homólogo norteamericano, ha declarado que está dispuesto a un alto el fuego inmediato y a sentarse negociar la paz sin ninguna condición previa, en que insistía anteriormente. Así que no hay más excusas para Putin de no hacer lo mismo y no aceptar la exigencia del presidente Trump de parar la guerra inmediatamente.
Putin tiene dos semanas para pensarlo bien. Difícilmente podría decir que “no” a un eufórico Trump, quien hace poco ha conseguido parar la guerra entre Israel y Hamás. Ahora todo depende de si Putin y sus asesores fueran capaces de valorar bien las ventajas de terminar la guerra y empezar a cooperar con los EE.UU y el resto del mundo civilizado ante los riesgos de continuar la guerra hasta la “victoria final”, que podría convertirse más bien en una derrota final, como ocurrió con Irán y con Hamás.
Quiero pensar, aunque me tachen de ser demasiado optimista, que estamos en un momento más óptimo que nunca, para que la guerra en Ucrania terminase muy pronto, y el presidente Trump pudiera apuntar una nueva victoria, ya “novena”, en su política pacificadora, la que él está llevando a cabo, con enorme valentía, habilidad y tenacidad, desde que había llegado a la Casa Blanca. Pronto lo veremos.