Amarillo Editora acaba de reeditar la gran novela de Francisco Nieva, La Mutación del Primo Mentiroso o El estilo que mata, con un prólogo muy pertinente de José Pedreira. Durante toda su vida artística, tanto en su calidad de brillante escenógrafo, figurinista, pintor, dibujante o ilustrador, como en sus otras musas de letrista, dramaturgo, novelista o articulista, Francisco Nieva no paró de crear mundos imposibles y alucinados, aunque con una coherencia y lógica internas absolutas; imposibles que serían posibles en cuanto que todos esos mundos y realidades distorsionadas se ajustan rígidamente a sus propias leyes constituyentes. Es por ello que la literatura de Nieva será siempre una literatura clásica, no sólo por su calidad de Alta Cultura, sino también porque es aristotélica desde el punto de vista de la verosimilitud. Todo es “eikós”, probable o verosímil, en el universo nievano ajustado a sus leyes. Esta novela que nos ocupa ofrece atractivos múltiples y originalidades de retórica narratológica. Por una parte, el narrador, en forma de sujeto metadiegético, por seguir con la jerigonza de Gerard Genette, es el propio Nieva en su mayor parte. El autor no tuvo que crear ex nihilo a este personaje-narrador intradiegético, sino echar mano de su propia autobiografía, un joven hidalgo bien educado, manchego con aires de antigua alcurnia pudiente venida a menos, y gozosamente “malificado” o medio corrompido en los meaderos de las estaciones de París. Efectivamente, el joven narrador y sus padres tienen que marchar a París a ganarse la vida bajo la protección de un poderoso pariente, Lambert de Bress et Collantes, primo en segundo grado del padre. Lo que primero sorprende al lector es la arquitectura del “palacio” en el que viven los Bress; un enorme edificio ceñido por la niebla, recreada con jirones de piedra, con un musgo, mullido, aterciopelado y muy verde, ocupando grandes lienzos de la pared, una morada de estilo insidioso y asfixiante que le recuerda al autor a la casa de William Randolph Hearst, de la gran obra de Orson Wells. En esta casa gótica e inquietante vive su primo Lambert, el primo mentiroso, el antagonista de nuestro narrador-personaje.
También se detiene Nieva en la descripción física de la morada y habitaciones del misterioso primo Lambert, con toda su grandiosidad teatral, alarde narcisista e inmoralidad estética. Del contexto material de la casa de Lambert sale el decadente Lambert, como la rosa delicada de un invernadero demasiado cargado de atmósfera revenida. Las estancias particulares del primo eran un museo de los Años 20, con fuerte olor a sándalo, ébano y ámbar. Todo parecía maliciosamente calculado para despertar los sentidos de la persona, violentarlos, captarlos…Su abuela española, la Collantes de Tarancón, que había tenido una galante relación de iniciadora con el joven Alfonso XIII, había enseñado a su nieto cuando tenía sólo ocho años aspectos mundanos e íntimos que hubieran reclamado un discreto silencio. Aquella abuela licenciosa lo había metido, como supremo confidente, en los más íntimos secretos de su tocador antiguo y revenido. En el fondo Lambert era todo un “mamotreto” en sentido etimológico, esto es, “criado por la abuela”. Y como casi todos los mamotretos Lambert era un joven enfermizo; más aún, un joven enfermo de los pulmones y consciente de que no iba a vivir mucho tiempo.
El intríngulis de la trama está en los mundos paralelos en que vive Lambert – de ahí lo de “mentiroso” – cuando está en la cama durmiendo sometido a una hipnosis por prescripción facultativa. Mundos que dan miedo a su leal institutriz La Pippon, en cuanto que también el propio soñante puede morir de verdad.
- No deben hacerse viajes tan largos, mon petit prince, sin salir de la cama. No es sano. Los aires del misterio también acatarran.
La monstruosa casa también tenía su monstruoso archivo, en que además de poder encontrar cartas de Diaghilev, de madame de Noailles, de Sarah Bernhardt, de Mallarmé o de Proust, también se podían hallar las cartas de un tal Leos Cuturrufa, un asesino pervertido que decía que en la poza fecal de Menilmontant las más bellas se hacían un baño de mierda que las embellecía aún más hasta hacerlas irresistibles, que en rituales endemoniados se consumía un bebé de pocos meses asado vivo a la parrilla, describía también cómo se viola a una virgen con un calabacín ahuecado y seco, relleno de hormigas carnívoras, o cómo existían pastelillos de hachís mezclados con el menstruo de las cortesanas o de las aristócratas famosas, etc. Desde luego no había vida sin exageración para Lambert. Estas cartas aumentaban la locura del ya medio loco Lambert y a nuestro narrador, recién salido de la adolescencia, le causaban pesadillas:
- Cuturrufa quería cortarme el pito para servírsele asado y acaramelado a otro degustador de élite.
Por lo demás, el primo Lambert, enfermo de asma, tiene como tratamiento la hipnosis, que le ingresa en otros mundos y en otra existencia comenzada ya, un mundo con cinco lunas y con humanos con seis dedos en las manos y con dos dedos más de frente. Y quizás la explicación de los inadaptados sea precisamente que no son del mundo en que los vemos, que son como turistas del alma despistados. Y el país de Nieva era y es todavía un país de inadaptados, porque nuestra realidad absurda tampoco está regida por claros cánones disparatados. Un país de jueces estupefactos, absolutamente nievanos como personajes, no como trama argumental, que no entienden eso de que los representantes del pueblo tienen que ser inviolables para no ser eliminados por los jueces lacayos de los poderosos, quebrantando así la tradición democrática y casi termilenaria de los tribunos de la plebe. Esta España tenebregosa sí es un país inverosímil, y no la lógica interna de esta novela magistral, con un poder judicial carcomido y prepotente que quiere llevarnos a un decenvirato. El cultísimo Paco Nieva hubiera jugado con la etimología latina de “estupefacto”, que, desde luego, da mucho juego. Esta misma novela es rica en estupores.
- Buenos días, mon petit monsieur.
Esto me encrespó imprudentemente.
- Yo no soy ni petit ni suyo, señora.
Aquel grave registro de mi voz la dejó un poco estupefacta.
(…)
- He tenido un sueño y he estado viviendo en un allá, donde me he dejado todos mis recuerdos de aquí.