Los filósofos cultivan el arte de no ponerse de acuerdo en lo que dicen cultivar, ni en los frutos de su peculiar cultivo, tanto es así, que la primera impresión que al afuerino la filosofía le produce es la de tomadura de pelo, pues ¡imagínense ustedes qué especie de desmoralización afectaría al enfermo cuyos médicos comenzasen a discrepar sobre el sentido de la medicina ante sus propias narices!
La filosofía es caña pensada por una caña que piensa. Muchos profesores de la asignatura de Sócrates después de preguntarse con Montaigne ¿qué se yo? responden autosuficientes ¡qué no sabré yo!, y no contentos con eso te espetan: ¿y usted qué leche se cree que sabe? Si para Sócrates filosofía y confesión de ignorancia -que no falsa modestia- van juntas, la antifilosofía sería así la sabiduría: donde filosofía sí, sabiduría no. Aristóteles definió a la filosofía primera como sabiduría que se busca, y por eso -no por imperativos del azar- el procedimiento para filosofar se llama método (meta/odos), un caminar allende el camino. Mientras el Oriente es un molinillo de recitativos en quietud, el Occidente es una máquina de buscar metas nuevas en movimiento. El Oriente, el reposo; el Occidente, el movimiento continuo.
En cuanto un mucho o un poco ignorantes, ¿no tendría que ser caracterizado cada humano como filósofo, bastaría con ignorar para ser considerados numerarios del gremio? El sólo sé que no sé nada de Sócrates no puede dar pie para exhibir burrería, antes al contrario hace suyo el juramento hipocrático: “afirmo por mi honor que sólo sé que no sé nada en comparación con lo que me falta por saber, así que me dedicaré de por vida a estudiar, pues el ámbito de mis preguntas será siempre mayor que el de las respuestas”. En el socrático arte de preguntar lo que cuenta no es sólo el resultado sapiencial, sino también el esfuerzo por avanzar abriéndolo a territorios inexplorados. Las magníficas sendas que otros trillaron sólo sirve al infatigable explorador que las hace suyas; lo importante no es dirigir al pelotón de los torpes desde la vanguardia, lo importante es estar ahí.
Lo que cuenta, pues, no es únicamente el resultado (el resultado es la sabiduría), sino también el esfuerzo, la exploración libre y desinteresada: “los filósofos comienzan a filosofar -escribía Aristóteles- movidos por la admiración ante los fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco, planteándose problemas mayores”. No es preciso que todas las preguntas encuentren respuesta; respecto a las más importantes, ya es mucho formularlas en el curso del tiempo por los grandes espíritus.
Se dirá, probablemente con razón, que no existe amor a la sabiduría sin un mínimo de sabiduría, y se dirá bien: los asnos no preguntan porque no saben; pero asimismo no saben porque no preguntan. Cuando usted vea a alguien que pregunta mucho, sepa que no está ante un asno, aunque puede estar ante un plasta extenuante: nadie queda a salvo del riesgo de encontrarse con algún filósofo plasta. Y, si lo anterior tiene sentido para usted, anote: “dice Aristóteles que amar es querer el bien para alguien y, siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo u otra persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia, mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad. Lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. De parecida manera, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno, es amor en sentido pleno, pero el amor por el que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado” (santo Tomás: Suma Teológica I-II, q.26, art.4).
El amor filosófico dura mientras dura la vida, y difícilmente encontraremos alguien más tesonera e incansablemente inquiridor (inquiridor, no inquisidor) que un niño pequeño, cuyo número de demandas por minuto puede ser devastador para el adulto que pretenda resolverlas a pie enjuto, por lo cual, también para ejercitarse en filosofía hay que hacerse como niños. Una de las pandemias gremiales peores es la de sentir vergüenza al preguntar, por suponer que quien pregunta ignora, y a nadie le gusta pasar por ignorante. Por vergüenza, por falso pudor, por miedo al ridículo, dejamos pasar preguntas que nos hubieran abierto numerosos campos de venturosa realidad. Quien no pregunta no aprende, como quien no llora no mama. La pregunta es el llanto del niño en busca del saber; quizá por eso dijera Heidegger que la pregunta es la piedad del pensamiento, verdad buscada en el amor, sin el cual ni siquiera la verdad alcanza toda su fuerza y esplendor: no se entra a la verdad sino por el amor, tan difícilmente definible: “amor es un no sé qué, viene por no sé dónde, le envía no sé quién, se engendra no sé cómo, se contesta con no sé qué, se siente no sé cuándo, y mata no sé por qué, y finalmente, sin romper las carnes de fuera, nos desangra la entrañas de adentro” (Ovidio: Ars amandi).
El jardinero, el tendero, el estudiante o el profesor de filosofía (¡incluso él!) son verdaderos filósofos cuando, interesados amorosamente en la realidad, , aman la verdad que van descubriendo en el amor. De lo contrario, por cargados de diplomas que se presenten ante el búho de Minerva (animal totémico del filósofo), sin el entusiasmo del saber vivir en el amor al saber quizá hayamos desplumado al búho para adornarnos con sus plumas, arrancarle incluso el pico, pero el búho de la sabiduría de Minerva no habrá entrado en nosotros.
Más vale preguntar por preguntar que callar por callar. Aunque lo ideal sería preguntar en el momento oportuno y guardar silencio llegado el momento oportuno, la condición de niño y la de preguntador coñazo van unidas, pero el niño pregunta desde el entusiasmo, nunca desde la perspectiva de la duda cazurra y malsana: preguntas hay, en efecto, que matan lo preguntado, así que no por mucho preguntar se amanece más contento, a veces más sintento. ¿Se imagina usted paralizando sus propios mecanismos respiratorios para mejor saber cómo respira y por dónde van y vienen los soplos y resoplidos? Mas ¿cuánto tiempo se imagina en semejante sostenido? Hágame caso: el resuello viene por el cogote, pero mientras tanto respire, por favor, aunque sea un ignorante de los mecanismos fisiológicos respiratorios.
El filósofo es una boca que a ninguna pregunta le hace ascos; pero también podemos trabajar un poco más intentando agrupar sistemáticamente las parcelas de ese preguntar. Así hallaríamos quizá ámbitos de interrogación lo suficientemente extensos e intensos como para justificar la plena dedicación a alguno de ellos según nuestras preferencias, sin por eso cerrarnos a lo que no sea objeto de nuestra especialidad. Limitación y finitud están ahí para todos, aunque al menos el filósofo debería hacer siempre un serio esfuerzo por poder preguntar con un nivel interrogativo más digno.
No sólo preguntar, también orientar el preguntar y el vivir con un nivel interrogativo más digno, pues si bien subjetivamente hablando no existe pregunta más importante que otra (en el terreno personal todos somos igualmente importantes), sin embargo, objetivamente hay preguntas muy tontas y otras muy agudas. Por las preguntas que el otro formula conocemos el nivel de su despiste o el grado de su sapiencia. El filósofo tendría que iluminar la razón siguiendo atentamente sus desplazamientos, atendiendo a los movimientos de la razón a fin de señalar sus leyes, sus limitaciones y sus posibilidades. Capacitado para entender la razón, y por eso el más idoneo para suministrar razones particulares, el filósofo merecería el designativo de Platzanweiser, esto es, de indicador, acomodador o encargado de llevar la linterna al patio de butacas orientando y pautando los lugares, sorteando con habilidad la oscuridad y poniendo luz donde había sombra. Pero hay más: el filósofo que así ejerce de acomodador de la razón teórica ha de ejercer también de acomodador de nuestra práctica moral cotidiana. La filosofía, que es un irrenunciable ejercicio crítico contra las sombras, es asimismo un punto de referencia obligado en nuestra vida moral. A ella compete tratar de saber cómo ayudar para poner orden en el caos, esto es, analizando las leyes del comportamiento moral. No sólo se enseña a filosofar, sino también a vivir. La filosofía no puede ser la querella de los bufones, como algunos pretenden.