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Elogio de la afabilidad

José María Herrera
sábado 20 de diciembre de 2008, 22:04h
Decía Montaigne que “el calor natural comienza adscribiéndose en la infancia a los pies; luego asciende hasta la región media y finalmente, como vapor que se exhala y sube, llega hasta la garganta, donde hace su postrero aliento”. La imagen recoge perfectamente la sucesión de los deleites de la vida, según se van manifestando y consumiendo: juego, amor, pitanza, charla ¿Cuál de ellos es el supremo? Montaigne, partidario de defender a toda costa el uso de los placeres durante el mayor espacio de tiempo posible, pensaba que, desde el punto de vista corporal, el único placer verdadero es el sexual. Es esta una idea muy extendida hoy. Y no es raro, pues tal suele ser la opinión de aquellos cuya opinión se toma socialmente más en cuenta: el sector de población comprendido en esa fase intermedia de la vida de que habla el ensayista francés.

Montaigne muestra gran sabiduría al recomendar que se luche con uñas y dientes contra el detrimento de la vida: no son tan numerosos los placeres como para resignarse a perderlos. ¡Bastante hace la edad! Cosa distinta es que acierte en lo de la preeminencia del placer sexual. Éste posee ciertamente una intensidad característica, aunque: ¿basta con ello para considerarlo el único placer corporal verdadero? La intensidad del goce está conectada con la intensidad del deseo y, como es sabido, el deseo se acrecienta con la insatisfacción, algo habitual por diversas razones en el orden de la sexualidad. ¿No habría que conocer en la misma medida lo que significa pasar hambre y sueño, o estar privado de movimiento y lleno de achaques, para juzgar con ecuanimidad el asunto?

Fijémonos ahora en un placer de otro orden y menor rango, un placer apenas valorado, el de la conversación. No hay aquí espasmos ni estremecimientos. Se trata, sin embargo, de un placer que satisface a cualquier edad. Y lo hace, de hecho, tan intensamente que pocas cosas afligen tanto como la incomunicación. ¿Será que el calor del alma calienta tanto como el calor corporal?, ¿habrá placeres que, al no depender estrictamente de la materia, tampoco están sujetos a los plazos de la vida, placeres que, por eso, podrían ser considerados superiores?

La conversación es para el hombre un placer y una necesidad, mas una necesidad distinta de las corporales, que se calman con el goce. Es posible incluso que se acreciente con la vida, pues el alma, como enseñó Heráclito, es de tal naturaleza que ni recorriendo todos los caminos se llega nunca a hallar sus límites. Por supuesto, no hay que confundir esto con la verborrea o la facundia. Aunque hay personas que, con tal de hablar, les da igual si sus interlocutores están vivos o muertos, para que una conversación satisfaga es preciso un diálogo de ida y vuelta. Ni siquiera basta con ser un conversador brillante, del tipo del seductor, el caudillo o el apóstol. Figuras como éstas suelen hacer gala de destreza a la hora de cautivar al prójimo, de decir lo que éste necesita escuchar, sea o no oportuno, sea o no verdadero y, en cambio, muy poca a la hora de oír lo que necesita decir. Pero cuando se piensa en un diálogo de verdad, en una auténtica conversación, más importante que el arte de hablar, la elocuencia, es el arte de oír, la afabilidad, una virtud de la que únicamente nos acordarnos cuando la echamos en falta.

La mayoría de la gente encuentra de enorme interés hablar acerca de sí mismos, sus vicisitudes, pasiones o proyectos, y engorroso hacerlo de los demás. Solemos obrar como si lo más interesante fuera siempre lo que nos interesa. Lo mismo ocurre con los placeres, y quién sabe si por idénticos motivos. El hombre afable es la excepción a esta norma. Le interesa naturalmente lo suyo, pero el interés no llega a ser tan ciego que no cuente también con el de los demás. ¿Será que ha comprendido que lo interesante de cualquier interés es precisamente la posibilidad de compartirlo?

Comparada con las grandes virtudes, la afabilidad parece poco. No obstante, si se piensa en lo infrecuentes que son las personas que poseen esta cualidad y en el provecho que todos sacamos de su existencia, resulta sin duda muchísimo. Imagínense una sociedad formada sólo por individuos afables, que no se sienten primero y antes que nada seres incomprendidos, sino al revés, seres capaces de comprender, de coincidir con los demás: ¿no estaría esto mucho más cerca del ideal que cualquier utopía?
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