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Alma en pena

José María Herrera
sábado 17 de enero de 2009, 16:41h
El señor Aznar ha vuelto. Sus declaraciones han disgustado a todos. Lo mismo pasó la última vez y lo mismo ocurrirá la próxima. Da igual lo que diga. Basta con que hable para que sus palabras se juzguen inoportunas y fastidiosas. Ni siquiera los tirios se sienten cómodos con su discurso. Digamos que pertenece a la esencia de la cosa política que cuando un antiguo presidente abre la boca produzca una incomodidad generalizada y mayúscula. Un ex presidente es un fantasma, y a la mayoría de la gente le desagrada que los fantasmas se entrometan en la vida real.

En el pretérito, el problema se resolvía expeditivamente. Cuando un gobernante perdía la confianza del soberano se le cortaba la cabeza, se le encerraba en una lóbrega mazmorra o se le desterraba para siempre. Había que evitar los tejemanejes de quienes habían movido hasta entonces los hilos del poder. No es necesario traspasar la Sublime Puerta para encontrar ejemplos de esto. La torre de Londres ha sido escenario de gran número de ellos. Y lo mismo ocurrió en el resto de los reinos, incluido el nuestro, donde un valido, el Duque de Lerma, evitó morir ahorcado vistiéndose de colorado.

La democracia de masas ha dulcificado estos procedimientos, pero no del todo. Los gobernantes acceden al poder siendo bastante jóvenes y lo abandonan en plenitud de sus capacidades. Esto deja a la persona en una situación embarazosa y si pasa cierto tiempo, realmente extravagante. ¿Qué hacer después de haber gobernado sobre todos? No quiero parecer un bárbaro, pero me temo que lo mejor sería morirse. Tampoco está mal la pérdida de la memoria, recurso con el que han salido de escena Suárez, Reagan, Thatcher, etc.

La jubilación forzosa debe ser muy dura para el político poderoso. Mientras la historia sigue moviéndose, su figura queda petrificada en un punto. La estatua ecuestre no hace falta en nuestra época. Esto ocurre con independencia de lo que personalmente haga, pues son los otros quienes se apresuran a subirlo sobre una peana y empapelarlo de mármol.

De hecho, pocos estadistas consiguen estar a la altura. La mayoría quiere bajar del monolito y volver a medrar. Como esas divas de ópera que siguen cantando después de perder la voz o esos futbolistas que arrastran la tripilla por los campos de segunda, también ellos perseveran en al papel que ya no desempeñan y acaban protagonizando su propio sainete. Es la imagen del abuelo Cebolleta con la que, en un arranque de lucidez y buen humor, se identificó Felipe González.

Lo peor, desde luego, es que se empecinen en contarnos su versión de la historia, una historia que, vaya usted a saber por qué, siempre gira en torno a aquellas que fueron sus decisiones principales. Si en los días de su gloria el mayor problema era la licitud litúrgica del contrapunto figurado, ya han podido cerrarse todas los templos del mundo, destruido todas las partituras y apostatado la totalidad de la población, que el mayor problema seguirá siendo la licitud litúrgica del contrapunto figurado. Apliquen ustedes esto a cualquier guerra de Irak.

Una persona que piense políticamente, si me permiten emplear este verbo para referirme a lo que hacen los profesionales del caudillaje, sólo toca realidad cuando no le queda otro remedio. Al contrario que Anteo, aquel gigante que se enfrentó con Hércules y al que éste tuvo que estrangular alzándolo en volandas porque cuando rozaba la tierra recuperaba la energía y se volvía invencible, la fuerza del político actual estriba en su aptitud para moverse siempre en las nubes. Las nubes son el ámbito de la fascinación, las ilusiones y los ideales, las esperanzas y las promesas. El problema de los caídos es que ya no pueden remontar el vuelo. Las antiguas águilas devienen pollos de granja, que diría Baroja.

Tal le ocurre al señor Aznar. El tono retador de ayer ha mudado en estridencia y caricatura. El ex presidente lloriquea demasiado. Es verdad que la Historia le ha jugado una mala pasada, pero ni mucho menos es el primero a quien ésta ha dejado todo lo solo que un hombre se puede quedar. ¿Teme acaso que nunca, ni siquiera póstumamente, sea objeto de reparación?

Aznar jugó bien, pero se levantó de la mesa con los bolsillos vacíos. Los órdagos tienen eso. Él lo sabe y de ahí su mala conciencia, esa continua apelación al deber, una justificación que quizá valga en el orden moral, no en el político. La estrategia de llevar la cuestión a ese plano –las discusiones morales cumplen en la política contemporánea una función similar a la que desempeñaban antaño las discusiones teológicas, es decir, evitan tocar directamente aquello de que en verdad se trata- no le va ayudar en absoluto. El hombre de acción está obligado a acertar, y si no lo hace, de nada sirve que diga que sus intenciones fueron buenas. Los fines hay que lograrlos con los medios adecuados, pero si no se alcanzan, se fracasa.

Evidentemente, está también el problema de saber si ha habido éxito o fracaso. Esto siempre es difícil de determinar. Hace falta un ojo de gran alcance. Mas justamente por eso es mejor que el estadista retirado guarde silencio. Si no pudo cambiar la Historia cuando ostentaba el poder, ¿qué le hace suponer que podrá cambiar su veredicto ahora que no lo tiene?
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