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Postrimerías parlamentarias

José María Herrera
sábado 14 de febrero de 2009, 17:16h
En el muro de una iglesia extremeña hay una lápida con la siguiente inscripción: “no hay cosa que más despierte que dormir sobre la muerte”. El texto, fechado a finales del XVII, siglo de calaveras y postrimerías, evoca la tradición sapiencial del santuario de Apolo en Delfos y anticipa a un cierto Heidegger, el de los manuales.

La conciencia de la propia muerte, que es la variante macabra del conócete a ti mismo, posee efectivamente la virtud de despertarnos, de descubrir en toda su crudeza en qué consiste la vida, aunque a veces cueste aceptarlo y prefiramos cerrar los ojos. “Cuando comprendo que he de morir –dice otro refrán-, tiendo una manta y me echo a dormir”.

Tomada literalmente, la inscripción es también una advertencia: los cementerios son buenos para descansar eternamente, no para reposar un rato. Yo mismo puedo dar fe de esto porque, siendo joven, acampé sin saberlo en el camposanto de una aldea y, pese a no tener la menor sospecha de donde me encontraba, no conseguí pegar ojo en toda la noche.

Aunque los aforismos populares suelen encerrar una gran sabiduría, el hallazgo de un osario en los sótanos del Congreso ha demostrado que la lápida extremeña estaba equivocada. Quizá es que su verdad ha caducado o que el fenómeno de la secularización ha avanzado más de lo que creemos, pero lo cierto y seguro es que nuestros diputados llevan años durmiendo sobre la muerte y ello no parece haberlos espabilado en absoluto, al contrario.

Que en las Cortes se duerme a pierna suelta es cosa conocida. No es necesario ni probarlo ni mesarse las barbas por el descubrimiento. La gente de corazón, consciente de las debilidades humanas, lo entiende y lo disculpa. Saber de antemano el desenlace de todo debate debe producir una invencible pérdida de interés, un sopor infinito del que sólo algunos insomnes logran zafarse. Hasta la verborragia y la logorrea, enfermedades senatoriales por excelencia, parecen haber desaparecido del hemiciclo gracias a las listas cerradas y la disciplina de partido. Aparte de acertar con el botón de las votaciones, la actividad parlamentaria del padre de la patria suele reducirse a tres operaciones básicas: aplaudir, patalear y adoptar el resto del tiempo un aire pensativo que disimule el tedioso deja vu en que debe consistir su existencia. Días iguales, discursos iguales, oradores iguales, todo con una igualdad oriental y como de chiste.

“Venerable maestro Fun Chú: ¿por qué lo occidentales creen que los orientales somos todos iguales?” ... “Yo no soy el maestro Fun Chu”.
Los diputados a veces se defienden de esto diciendo que la política no se hace en la tribuna, sino en los pasillos. La palmadita en el hombro y el don de gentes son armas más acordes con la época que la retórica y la dialéctica. El pleno es solamente un acto protocolario, la escenificación de los acuerdos o desacuerdos previos. Cuando llega la hora del debate es que ya no queda nada que debatir. Es lógico que el congresista de a pie se relaje y, no obstante estar encima de un cementerio, duerma como un bendito. Claro que tampoco se trata estrictamente de sueño. Sería más acertado hablar de sopor, sopor fati, una clase de letargo que nada tiene que ver con la docilidad canina, el vivan las caenas o que piensen otros, sino con el puro y nudo aburrimiento.

Alguno hay que, a la vista de la modorra parlamentaria, tan poco acorde con la inquietud actual de los ciudadanos, ha propuesto sustituir los leones del Congreso por figuras del dios Bes, a quien los egipcios invocaban contra el insomnio. Yo sugiero otra posibilidad: reemplazarlos por las efigies de los secretarios generales de los sindicatos.. Conservaríamos así la tradición leonina –los sindicalistas también rugen, aunque son tan inofensivos como cualquier animal que antes de pisar la arena se ha comido una vaca de almuerzo- y mantendríamos la vieja costumbre de colocar en el pórtico de los recintos sagrados estatuas de criaturas fabulosas, capaces de amedrentar con su sola leyenda. Lo que sea, antes de perturbar el sueño dogmático de sus señorías.
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