Javier Rupérez: el mundo desde la avenida Lexington
jueves 16 de abril de 2009, 18:24h
En medio del embrollo de torres brillantes que apuntan al cielo de Manhattan, enclavado en el cruce de la avenida Lexington con las calles 42 y 43, se alza el edificio Chrysler, con su fascinante acabado en aguja y sus gárgolas con forma de águila. En una de sus plantas pasaría tres años de intenso trabajo un veterano político y diplomático español. Después de haber representado a nuestro país como su embajador en Washington, desde el año 2000 hasta mediados de 2004, Javier Rupérez pasaría a desempeñar la difícil tarea de poner en marcha un nuevo organismo “onusiano”, el Comité contra el Terrorismo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, del que será Director Ejecutivo. Sin embargo, la ubicación de su oficina en el rascacielos Chrysler, varias manzanas más allá de la conocida sede de la ONU, aportaría una primera y evidente señal de los obstáculos y resistencias que iba a acarrear el ejercicio de su cargo y que acabarían propiciando su misma dimisión en junio de 2007. Con todo, durante aquellos tres años Rupérez realizará una ardua labor (mucho más reconocida fuera de España que dentro, por supuesto…) con algunos logros destacables relacionados con la propia configuración del equipo de funcionarios del nuevo organismo, el desarrollo práctico de la resolución 1.373, adoptada por el Consejo de Seguridad tras los atentados del 11-S, y la gestación de la Estrategia Global de las Naciones Unidas contra el Terrorismo, aprobada en septiembre de 2006. Para colmo, y por fortuna, la experiencia neoyorquina de Rupérez ha dado motivo a un interesante libro publicado este mismo año por la editorial Almuzara: El espejismo multilateral.
El libro de Rupérez combina dos géneros (memorias y ensayo) y, por tanto, articula dos diferentes niveles de discurso (perfectamente complementarios), más o menos ordenados en forma consecutiva. El índice no hace distinciones entre unos y otros capítulos pero éstos podrían ser agrupados en dos secciones o partes. La primera desarrolla un ilustrativo y amargo relato sobre las experiencias profesionales del primer Director Ejecutivo del Comité contra el Terrorismo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Ya antes de su propia constitución, el nuevo organismo provocaría suspicacias y enormes reparos en el seno de la burocracia onusiana, así como entre los diversos países miembros de Naciones Unidas que llevan años tratando de anular las iniciativas antiterroristas lógicamente deducibles de la citada resolución 1.373. Después de leer las vicisitudes expuestas por Rupérez se hace mucho más fácil entender cómo es posible que aún hoy las Naciones Unidas no hayan logrado consensuar una definición de terrorismo. Igualmente, una vez comparado el concepto de terrorismo sostenido por el diplomático español con el tratamiento retórico que la burocracia de la ONU suele dispensar al asunto, no extraña nada que aquél acabara sintiéndose frustrado en su puesto, según reconociera en su última reunión con el Secretario General Ban Ki-Moon. Con la experiencia que da el desempeño de diversos cargos políticos en la España democrática, más el macabro bagaje personal de haber permanecido secuestrado por ETA durante un largo mes en 1979, Rupérez se presentó al Comité que iba a dirigir anticipando una visión clara y contundente de los fenómenos terroristas: sus artífices, autores y ejecutores aspiran a destruir los principios morales que se contemplan en la Carta Fundacional de las Naciones Unidas; el terrorismo es injustificable en cualquier caso y debiera ser combatido con vigor y sin excepción por toda la comunidad internacional, sin apartarse en ningún momento de la legalidad y sin olvidar nunca a las víctimas del terrorismo, su sufrimiento y sus legítimas reclamaciones en contra de la impunidad. Pero tanta claridad y contundencia no iba a encajar fácilmente en la habitual retórica de los burócratas de la ONU, frecuentemente proclive a mitigar las responsabilidades criminales de los terroristas mediante su definición como activistas políticos descontentos y descarriados y víctimas de otras violencias y agravios previos. En sucesivas ocasiones, Rupérez podría comprobar la intensa influencia que esa clase de argumentos (de manifiesta carga eximente) siguen suscitando en diversos estamentos de la ONU y entre muchos de sus países miembros.
La segunda parte de El espejismo multilateral se desarrolla como un ensayo crítico sobre la ONU. Su autor no es un mero detractor de Naciones Unidas. Atribuye a ese sistema cierta responsabilidad por la ausencia de nuevas guerras mundiales desde el momento de su fundación. Si no existieran habría que inventarlas, llega a escribir. Pero al mismo tiempo Rupérez aboga por una visión realista, no idealista, de Naciones Unidas y la desarrolla con sólidos argumentos históricos y una sana dosis de sentido común. No es este lugar para exponer esos argumentos (cuyo recorrido recomiendo a los lectores con el libro en sus manos). Pero el diagnóstico y las conclusiones propuestas por Rupérez pueden ser resumidas en unas cuantas fórmulas que ojalá aprendieran de memoria los actuales responsables de nuestra política exterior. Ante todo, ese diagnóstico niega que las decisiones y acciones emanadas de la ONU cumplan las garantías del multilateralismo que muchos ciudadanos de a pie atribuyen a esa institución. Antes bien, Rupérez advierte una y otra vez que Naciones Unidas es solamente un espacio donde cada uno de los países miembros defiende (o tiene la oportunidad de defender) aquellas posiciones en materia de acción internacional que resultan más convenientes para sus propios intereses nacionales. En consecuencia, y bajo estas condiciones, resultaría absurdo y nada inteligente comprometerse a dar un apoyo genérico, abstracto e incondicional a cualquier manifestación o decisión salida de Naciones Unidas (por ejemplo, un compromiso tal por parte de los países europeos habría impedido la intervención militar que acabó con las matanzas de Kosovo en 1999, pues esa intervención no recibió el apoyo del Consejo de Seguridad). Por otro lado, las proclamas multilateralistas a las que son tan asiduos algunos países miembros de Naciones Unidas (algunos poco o nada respetuosos con los derechos humanos de sus propios ciudadanos) esconden a menudo un antiamericanismo feroz del que deberíamos huir como de la peste. Pero la verdad es que esta concepción realista sobre el funcionamiento de la ONU no es original ni pretende serlo. Por el contrario, se trata de un planteamiento ampliamente compartido que dirige la estrategia y el comportamiento de la mayoría de los países miembros: países que utilizan a Naciones Unidas y a su sistema sopesando siempre sus ventajas y limitaciones y sin perder nunca de vista los intereses propios. Cualquier otra actitud al respecto sólo revelaría una ingenuidad o ignorancia profundamente irresponsables.
En suma, la segunda parte de El espejismo multilateral hace mayor justicia a su título, aunque su temática es aún más amplia de lo que sugiere. Como complemento a su revisión personal sobre la auténtica naturaleza funcional de las Naciones Unidas, Rupérez ofrece algunas ilustraciones esclarecedoras sobre la evolución de ese sistema hasta nuestros días e incorpora también varias reflexiones de profundo calado sobre geopolítica y lucha antiterrorista (del que destaco su aleccionador capítulo dedicado al mal llamado “proceso de paz” con ETA). Concluyendo, un libro plural, rico en confidencias e indudablemente útil para comprender el mundo de hoy; escrito con elegancia y soltura por un veterano político y embajador español que recuerda sus días de trabajo para las Naciones Unidas en la avenida Lexington: edificio Chrysler, Nueva York … con el mundo al frente.