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Lugares marcados por la tragedia

miércoles 12 de marzo de 2008, 17:17h
La policía y los psicólogos del pequeño pueblo galés de Bridgend andan de cabeza tratando de encontrar un sentido a tanta muerte por suicidio en el seno de un grupo de jóvenes, algunos de ellos amigos y en un espacio muy corto de tiempo. Como si unos hechos así lo tuvieran. Se quejan los vecinos de esas verdes y bucólicas tierras del acoso de la prensa, que ha acudido en masa para informar de los dramáticos acontecimientos y que deambula por las calles, preguntando a los padres si temen que su hijo pueda ser el próximo.


Claro, los abatidos progenitores miran a la cámara y al periodista en cuestión con calma, haciendo gala de la flema británica que tanto nos cuesta entender por aquí y responden que no, que no creen que su hijo esté pensando en quitarse la vida. Pero lo terrible de la situación es que parece ser que a ninguno de los chicos enterrados, se le vio en momento alguno con ideas fúnebres. Lo cierto es que los árboles de la boscosa zona colindante ya están marcados por la muerte trágica e incomprensible de los que, en plena adolescencia, salieron de casa con una cuerda y se ahorcaron, cortando de raíz la posibilidad de que hiciese efecto el bálsamo más curativo de todos, el paso del tiempo.


Hay lugares así en todo el mundo. Me refiero a los ligados a la muerte deseada en un atroz momento. En el Golden Gate de San Francisco, por ejemplo, incluso se elige la farola a la que encaramarse para saltar y existen gráficos que muestran las terribles preferencias. En Madrid, el más famoso es el viaducto de la calle Segovia, aunque desde que Álvarez del Manzano, desoyendo innumerables críticas, lo protegió con 140 mamparas de grueso cristal de 1,90 metros de altura, el recuerdo de la cifra anual de víctimas se ha ido diluyendo desde entonces. Los más de veinte metros de caída libre del puente continúan siendo peligrosos, pero tener que ingeniártelas para buscar un hueco entre las puñeteras mamparas concede los minutos y las molestias suficientes para que uno se lo vuelva a pensar o para que alguien avise a la policía.


El primer viaducto se construyó en 1874 para salvar el desnivel de la calle Segovia, antiguo arroyo en el que vertían las aguas de las fuentes de Puerta Cerrada y, desde sus comienzos, le ha acompañado una siniestra fama. Nada más inaugurado, tuvieron que elevar la altura de su barandilla y poner guardia permanente e incluso colocar una malla para que la gente no saltara, pero de nada sirvió. No sé si se trata de una leyenda urbana, pero se cuenta que la primera persona en estrenarlo, cuando aún era un viejo puente, fue una mujer joven llamada María a quien su familia impedía casarse con el amor de su vida. Sin embargo, parece que no había llegado su hora y la falda que vestía, ahuecada por ballenas de acero, según la moda de la época, frenó su caída. Sólo sufrió pequeñas lesiones de las que curó a tiempo para celebrar la boda que tanto ansiaba y que sus padres no osaron ya en prohibir. Su hora llegó más tarde cuando murió en el parto de uno de los hijos que tuvo con el hombre que amaba.


Muchos han sido los literatos que han sentido atracción hacia el viaducto y un escritor tan enamorado de Madrid como Emilio Carrère no podía dejar de componerle unos versos: “El viaducto, buen balcón del soñador nocheriego, y trampolín más seguro para dar el verdadero salto mortal, el funámbulo de lo horrible, que en su vuelo, de trágicos volatines, aterriza en los infiernos. Suena un reloj... En la noche se oyen los pasos del tiempo”.

Alicia Huerta

Escritora

ALICIA HUERTA es escritora, abogado y pintora

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