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Fármacos del siglo XIX para el dolor del siglo XXI

miércoles 20 de octubre de 2010, 21:19h
Seguramente, David Julius, Baruch Minke y Linda Watkins no sean los nombres más conocidos de entre las personalidades que mañana viernes se vestirán de gala para acudir a primera hora de la tarde al emblemático Teatro Campoamor y recibir su correspondiente Premio Príncipe de Asturias. Aún así, desgraciadamente, habrá muchas personas que estarán más pendientes de estos científicos extranjeros, que han dedicado sus carreras al estudio del dolor, especialmente el crónico, que de los adorados componentes de “La Roja”. La Organización Mundial de la Salud ya calculó en el año 2000 que había más de 600 millones de personas que padecían ese infierno del dolor cotidiano de distinta intensidad y que no remite con ninguno de los tratamientos existentes. Y la OMS, además, sigue advirtiendo de que la cifra puede duplicarse rápidamente en los próximos años. En la actualidad, a la economía europea le cuestan cerca de 34.000 millones de euros los días que los afectados pierden de trabajo, y según el estudio “Dolor en Europa”, el informe más ambicioso realizado hasta la fecha sobre el tema, 1 de cada 5 pacientes con dolor crónico ha perdido su puesto laboral.

Es fácil imaginar que detrás de estas estadísticas lo que hay son personas que están sufriendo, para quienes la vida cambió de repente y se llevó de un soplo lo que habían construido durante años. Hombres y mujeres, de distintas edades y todas las condiciones sociales, que cada día tienen que luchar contra su propio cuerpo, encerrados en una prisión que les aísla, pero cuya única escapatoria sería, en realidad, su propia muerte. Padecen, muchas veces, en silencio, porque para acabar de cerrar el círculo del aislamiento y la soledad, nadie que no lo padezca está dispuesto a escuchar lamentaciones. No queremos hablar de enfermedades, mucho menos de un dolor, a veces de origen desconocido, no vaya a ser que al mismo le dé por pasarse a nuestro cuerpo. Y eso, en el mejor de los casos, porque, al menos, estaremos admitiendo que quien se queja, lo hace por algo. Lo normal es, incluso, que al que se queja de un dolor que nunca le abandona, que le paraliza y toma el mando de su vida, los amigos empiecen a llamarle menos, los jefes y demás colegas de curro le miren como a un vago, y hasta la familia acabe por dejarle retorcido en la cama o el sofá para seguir con sus propias cosas.

Todo sería más fácil si el dolor le tiñera a uno de morado, por ejemplo, las plantas de los pies o las yemas de los dedos de las manos, variando en intensidad su tono de acuerdo con la correspondiente del dolor experimentado. Igual que aquellos muñequitos que predecían la lluvia o el buen tiempo, volviéndose granates, cuando acechaba el calor, o azulados, si lo que venía era tormenta, mucho antes de que aparecieran los vistosos aparatos digitales que hoy te informan de la temperatura dentro y fuera de casa, de la presión atmosférica y hasta del grado de humedad. Sí, todo sería algo más fácil si uno pudiera simplemente enseñar la piel violeta de los dedos para que el médico no acabara por pensar que hay gente pesada e hipocondríaca, después de que las placas, los análisis y demás pruebas arrojaran un resultado de “no se identifican lesiones de interés”. También para que se destinaran más fondos a la investigación que consiga lo antes posible aliviar tanto inútil sufrimiento.

Vivimos en la época de ver para creer. Y el dolor crónico, muchas veces no se ve. De modo que, igual que los Presupuestos Generales del Estado aprobados ayer y bautizados por Rajoy como los “Presupuestos de la resignación”, también estos enfermos, después de años de perder en su lucha diaria contra el dolor, cansados y olvidados, acaban por convertirse en “los enfermos de la resignación”. Por eso, hay mucha gente que mañana celebrará especialmente que el Premio Príncipe de Asturias de Ciencia haya recaído este año en estos tres investigadores de nombre desconocido que han centrado sus estudios en el dolor. Cada uno de ellos ha descubierto distintos mecanismos que ayudarán a comprender mejor la intransferible sensación de dolor, abriendo nuevos y urgentes caminos para su eficaz tratamiento. Porque, como el bioquímico estadounidense David Julius decía ayer en Oviedo, “el dolor no recibe la atención necesaria y sigue tratándose con fármacos del siglo XIX”, permitiendo con ello que cada vez más personas se vean discriminadas por su estado de salud.

Alicia Huerta

Escritora

ALICIA HUERTA es escritora, abogado y pintora

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