La pintura de los Reinos
martes 16 de noviembre de 2010, 21:36h
Artistas de los Países Bajos, Italia y la Península Ibérica; imágenes sacras, escenas devocionales de la Historia Sagrada, retratos hagiográficos o de personajes de la realeza emprenden un larguísimo periplo de Sevilla a los territorios de los dominios de la Corona Española en su época de máxima expansión, desde el corazón de Europa hasta las islas Filipinas y los reinos americanos de Nueva España y Perú.
Los pintores, pese a las imposiciones de rigor, debían esmerarse para ser requeridos por los mecenas, y muchas veces ejercían de comerciantes de arte, por encargo previo o iniciativa personal.
Y allí, en México, Puebla, Arequipa o Cuzco, se repiten los modelos, en series temáticas con variantes de estilo, nutridas por elementos ornamentales, paisaje y paisanaje lugareños, incluyendo retratos de caudillos como Moctezuma y abigarrados relatos épicos con un acusado horror vacui, por ejemplo, el biombo del novohispano Juan Correa, de finales del XVII, Encuentro de Cortés y Moctezuma, o el bifronte con escenas de la conquista de México en el anverso y una vista de la ciudad en el reverso.
Arte de escuela y taller trasterrado al servicio de la difusión doctrinaria de la fe y la práctica religiosa católica, unidas, ambas, en férrea trabazón, a la monarquía de los Habsburgo, continuadora, a este respecto, de la política emprendida por los Reyes Católicos.
La Contrarreforma y dos de sus puntales más sólidos, el Concilio de Trento y la fundación de la Compañía de Jesús, desempeñan un papel crucial en la tarea evangelizadora.
Para llevarla a cabo con éxito se requiere un lenguaje visual capaz de atraer, prevenir, persuadir, convencer e infundir miedo a gentes pertrechadas de unas creencias firmes y complejos rituales, hablantes, además, de lenguas muy alejadas de la castellana.
Nacen, así, los catecismos ilustrados tales como el del franciscano Pedro de Gante, propiedad de la Biblioteca Nacional.
Miembro del séquito de Carlos V, vino a España con él, y, posteriormente, marchó a las Indias, se asentó en Texoco y permaneció en México el resto de su vida dedicado a la instrucción.
Debido a ello, aprendió la lengua náhualt de la cual tomó jeroglíficos, en colores vivos, para su librito de aire deliciosamente naíf.
No hay, sin embargo, piezas de este tipo en la exposición del Palacio Real y el Prado, titulada igual que el presente artículo. Por subtítulo le han puesto: Identidades compartidas en el mundo hispánico, y, en honor a la verdad, quizá quedaría mejor identidad, en singular, y, luego, varia, múltiple o, tal vez, plural.
Con todo y con eso se trata de una muestra sumamente interesante que presenta todo un proceso de creación y propaganda planificadas a escala internacional, amén del intercambio multidireccional de los influjos y el surgimiento de un arte novohispano, sincrético, mestizo y provisto de nuevas tonalidades y motivos, dentro de un basamento y un marco comunes.
El comisario es Jonathan Brown, gran conocedor del barroco español y partidario del concepto de área cultural en un sentido distinto y más hondo del que tenía la expresión en época Premoderna, cuando se circunscribía cabalmente al espacio abarcado por un imperio.
La exhibición, que viajará después a Ciudad de México, conmemora los doscientos años de la independencia de los países americanos.
Su propósito es incitar a la reflexión acerca del mestizaje cultural en el arte de la pintura desde mediados del siglo XVI a fines del XVII, e indagar la conformación del lenguaje visual compartido en la idea de que, con la lengua y la organización política, el arte constituye un ingrediente central de cohesión entre las personas.
La disposición de las piezas en el Palacio Real permite, por añadidura, comparar las versiones de la Crucifixión, Los desposorios de la Virgen o La adoración de los pastores, procedentes de distintas manos, o bien cotejar una variedad de Vírgenes de bulto, denominación de los cuadros que reproducen esculturas marianas.
La calidad de las obras es muy notable. En algunas predominan el colorido y la composición renacentistas y las hay, asimismo, de estilo flamenco y fondo casi gótico.
Muchos de los mejores pintores españoles están representados: Berruguete, Zurbarán, Juan de Juanes, Murillo, Claudio Coello, El Españoleto, Valdés Leal; italianos y flamencos asentados en la Península: Carducho y, en especial Rubens, cuya hegemonía fue casi total desde mediados del XVII.
Sin embargo, merecen una atención preferente los maestros americanos y su obra, menos conocida y más sorprendente para nosotros.
Se trata, en fin, de una panorámica espléndida del barroco hispano y sus fuentes.