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Reflexiones volterianas

El pensamiento desordenado irrumpe en el Congreso

miércoles 29 de diciembre de 2010, 08:25h
Es triste porque ocurrió en el Congreso. Precisamente en el Congreso de los Diputados. Templo del Gobierno representativo, construido con anterioridad al Palacio de Westminster, el Palacio de la Carrera de San Jerónimo ha sido símbolo de la libertad española durante más de un siglo. Todos los que nos dedicamos a esto del pretérito imperfecto lo sabemos. Pero, al parecer, sus propios inquilinos (los diputados), o la mayoría de ellos, lo ignoran y el casero, que es el Presidente del Congreso, en vena romántica, le pone letra al error.

En efecto, el pasado 23 de Septiembre, el señor Bono recordó que al día siguiente se cumplía el segundo centenario de la primera reunión de las Cortes de Cádiz. Hasta ahí todo iba bien. Incluso muy bien porque resulta conmovedor que los políticos españoles hablen de historias positivas, en lugar de sacar a pelear su ignorancia, con espíritu beligerante y mirada anacrónica, sobre la II Republica, la Guerra y el franquismo. Pero el gozo intelectual de la observación ponderada y equilibrada poco dura en la casa de Caín. Y, claro, nuestro Presidente no pudo resistir el guiño al disparate sectario.

Al parecer, nos explica el señor Bono, hace dos siglos, el pueblo español “comenzó una andadura constitucional en la que, para su desdicha, la libertad iba a ser lo excepcional. Dictadores, monarcas y generales poco patriotas proporcionaron –siempre según la personal interpretación del señor Bono- el triste resultado de que en los ciento sesenta y seis años que van desde la Constitución de Cádiz a la promulgación de la vigente Constitución el pueblo español solo ha disfrutado de dieciséis años completos de libertad. Las cifras son bien sencillas de recordar: ciento sesenta y seis años y tan solo dieciséis de libertad”.

¡Envidiable precisión la del Presidente del Congreso! Exactamente, dieciséis años de libertad, entre 1812 y 1978. Ni uno más ni uno menos. Reconozco que el cómputo me tiene fascinado e intrigado. No son seis, ni treinta y seis ni setenta y seis. Son dieciséis, con toda precisión. En virtud de qué operación política se llega a ese mágico guarismo, no se nos alcanza pero andamos ansiosos de aclaraciones que nos saquen de nuestro histórico error; a saber: sin olvidar el posible santuario sitiado de la Isla de León, en el extremo de un país desgarrado y devastado, y el breve intervalo del Trienio Liberal, es lugar común que en España –como en tantos países de nuestro entorno, tras Les Trois Glorieuses- hubo un régimen de libertades desde mediada la década del treinta del ochocientos hasta 1936. Desde la muerte de Fernando VII, se consideraba en Europa que España formaba parte, junto con Inglaterra, Francia y unos pocos países más, de lo que se conocían como “potencias liberales”, a diferencia de las llamadas “potencias autocráticas” –Prusia y Rusia, por ejemplo- tenidas por tal porque sus gobiernos no estaban sometidos a control parlamentario. Entrecortado, caótico, interrumpido, a veces, con frágil seguridad jurídica hasta mediados los ochenta del siglo antepasado, España contaba con un régimen de libertades, al fin, defendido de palabra, por escrito y en los campos de batalla por innumerables escritores y políticos, periodistas y profesores y…por muchos, muchísimos militares. Duró un siglo. Y ni siquiera el general Franco pudo borrar sus profundas huellas y tradiciones: en la literatura, en la prensa, en el foro, en la administración, en las aulas, en las costumbres, en los hábitos sociales y políticos…

Y, sobre todo, en la cultura parlamentaria. Por eso la intervención del señor Bono es más preocupante que triste y más alarmante por el desorden mental que por su ignorancia: porque denuncia una mala relación con la realidad; esto es, una incapacidad para contrastar empíricamente latiguillos y lugares comunes de mitin político. Pues, de algún modo, el Presidente es también el archivero mayor de la memoria del Congreso, que se custodia en el archivo de las Cortes y está recogida en el Diario de Sesiones. No es mucho pedirle a Su Señoría que eche un vistazo a los tomos de los debates de ese siglo y pico de intervenciones parlamentarias que, si de algo pecan, en medio de grandes piezas de oratoria, es por su espontaneidad y desparpajo, rayano, a veces, en el improperio. Pero, ¿qué decimos del Diario de Sesiones? Ni siquiera precisa el señor Bono de lectura alguna. Le basta con salir de su despacho y mirar a su alrededor. Alrededor, por ejemplo, del Salón de Conferencias, donde nuestro Presidente podrá admirar los medallones que inmortalizan –o eso creíamos- a Patricio de la Escosura, Evaristo San Miguel, Posada Herrera, Salustiano de Olózaga, Antonio Alcalá Galiano, Pedro Calvo Asensio, Estanislao Figueras o Nicolás María Rivero, entre otros liberales, progresistas y republicanos. ¿Y qué menos que el Presidente Bono recorra la colección de pinturas –muchas de ellas de excelente factura- que rememoran a sus antecesores de izquierda al frente del Congreso?: por ejemplo, el retrato que hizo Gisbert de Istúriz, o el que pintó de Calatrava, o el que hizo Navarrete del “Divino” Argüelles, o el que pintó José Nin de Pascual Madoz, o el de Ruiz Zorrilla, que salió de la paleta de Suárez Llanos, o el que hizo Casado del Alisal de Sagasta, o el que pintó Madrazo de Nicolás Salmerón, o el de Castelar y Canalejas, ambos obra de Sorolla, o los de Besteiro y Martínez Barrio. Y si nuestro Presidente prefiere la escultura, seguro que habrá reparado en las del conde de Toreno y de Mendizábal, de porte romano, o las de Castelar y Sagasta, magníficas obras de Mariano Benllure.

En fin, no merece la pena seguir: son tantos los retratos de progresistas, liberales y republicanos, tantos testimonios gráficos, que recogen biografías tan prolongadas, cubren tantos, tantísimos años que las cuentas del Presidente del Congreso difícilmente resisten el contraste con la evidencia plástica e iconográfica que se despliega nada más salir de su propio despacho. Es tan evidente la afrenta al pasado que un día –parafraseando un famoso discurso de Maura- los diputados liberales, desde Antonio Alcalá Galiano y el conde de Toreno a Prim y Sagasta, de Salmerón a Castelar, de Moret a Canalejas, de Alcalá Zamora a Azaña, van a aparecerse en el Hemiciclo “como testigos mudos” de tanto olvido y despropósito.

Por eso, no se si me siento más deprimido ante la lástima que me producen tantas vidas ignoradas, tantos esfuerzos desvanecidos -tantos que, al final, se diría que el general Franco ha logrado su propósito de borrar “dos siglos” de Historia de España- o bien me encuentro más preocupado todavía por la mala relación que tienen demasiados políticos españoles con la realidad. En todo caso, qué tanto desatino nos sirva al menos para llevarnos a una reflexión útil: que la crisis no es la causa de nada sino una consecuencia: la manifestación económica de un tipo de pensamiento desordenado del que la infortunada declaración institucional que acabamos de comentar es un ejemplo lamentable más.

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