El gen marciano
sábado 02 de abril de 2011, 18:04h
Una amiga andaluza, poco interesada por la política de su comunidad, me contó que el otro día, oyendo la radio, cosa que no suele hacer, escuchó decir que el número de los “eres” extraños no dejaba de aumentar. “¿Seré yo uno de ellos?”, se preguntó.
La posibilidad de que criaturas extrañas estén entre nosotros ha inquietado siempre a los humanos. Durante mucho tiempo se pensó que esa fauna fantástica era una consecuencia de la creencia religiosa en un mundo sobrenatural, pero las cosas no han cambiado demasiado con la ciencia y la secularización. El puesto que antaño desempeñaban ángeles y demonios lo ostentan ahora otro tipo de existencias hipotéticas, entre las que destacan los extraterrestres, y en particular los marcianos.
La historia de los marcianos se remonta a finales del siglo XIX, cuando un astrónomo americano con aire de banquero feliz, Percivall Lowell, arruinó para siempre su reputación al defender la tesis de que el planeta Marte fue habitado en tiempos remotos por una cultura superior que sucumbió a causa de la falta de agua. Partiendo de los dibujos que hizo Giovanni Schiaparelli de las estructuras alargadas que se observan en la corteza del astro y que llamó, para desgracia de su colega, “canali”, Lowell supuso que se trataba de conductos construidos por los marcianos con el propósito de llevar el agua de los casquetes polares a sus sedientas ciudades. La fantástica obra, prodigio de ingeniería, no logró evitar el fatídico problema y los marcianos desaparecieron, aunque no del todo, pues desde entonces ocupan un importante lugar en el imaginario humano, tan importante como para que Orson Wells pudiera atemorizar a cientos de miles de compatriotas con la retransmisión, en octubre de 1938, de una supuesta invasión.
Hoy sabemos que Marte es una roca alejada dramáticamente del Sol, sometida a los rigores de un clima gélido y carente de agua líquida. La presencia en su superficie de vestigios de lo que pudieron ser ríos y lagos –esto es lo que dibujó Schiaparelli- no basta para suponer que alguna vez hubo allí vida, y menos aún vida inteligente, pero atestigua la posibilidad de que en tiempos corriera el líquido elemento. Quizás entonces el planeta rojo poseía una densa atmósfera y era un lugar habitable –urbanizable, por mejor decir-, pero al día de hoy los únicos seres de los que tenemos constancia que han pisado su suelo son los robots enviados por los hombres para explorarlo.
A pesar de ello, la hipótesis de Lowell está siendo objeto de una curiosa revisión en los últimos meses. El primer paso lo dio el señor Chaves, presidente de Venezuela, al sostener que Marte se había convertido en un desierto por culpa de los excesos capitalistas de su población. Una orgía especulativa al estilo de la que nos ha conducido a la actual crisis y una voracidad desmesurada alentada por una tecnología agresiva y devastadora, habrían llevado a aquella civilización al desastre. Evo Morales se apresuró inmediatamente a ratificar la hipótesis de su colega y luego, flatulentos científicos, desviando la cuestión del plano político en que la habían colocado perversamente los preclaros mandatarios, la han vuelto a replantear sugiriendo la posibilidad de que la vida terrestre evolucionase a partir de organismos marcianos llegados aquí en alguna roca desprendida del planeta rojo a causa del impacto de cierto meteorito. La ocurrencia tiene todavía rango de hipótesis, pero sus defensores están convencidos de que si excavamos la superficie marciana podríamos hallar fósiles e incluso microbios que permitirían confirmar el parentesco que sin duda guardamos con la familia marciana. El proyecto está tan adelantado que ya han ideado una máquina encargada de aislar el material biológico, detectar ADN y después secuenciarlo. Si todo va bien, se empleará en 2018, coincidiendo con la misión prevista por la NASA al planeta rojo, cuna de la humanidad.
El asunto promete y lo difícil va a ser esperar siete años antes de saber en qué queda la historia. ¿Se demostrará al fin que Adán no era vizcaíno? Los más impacientes, entre los cuales me encuentro, ya han sugerido la posibilidad de emplear alguna partida del presupuesto de investigación y desarrollo en intentar aislar el gen marciano. Una vez hallados genes como el de la infidelidad o el del reproche, ¿qué problema puede haber en descubrir un gen como ese, por fuerza muy distinto de los demás?
La empresa no es fácil, desde luego, pero todo es ponerse. Yo sugiero a los estudiosos empezar con la mamá de Britney Campbell, la niña de ocho años que sueña con un aumento de pecho y una operación de nariz y a la que su progenitora inyecta cada tres meses una dosis de botox para evitar que le salgan arrugas; seguir con Helen Staudinger, una dama de noventa y dos años afincada en Florida que disparó contra la vivienda de su vecino por negarse a darle un beso (el vecino, cuarenta años menor que ella, ha declarado que la anciana, ofuscada por los celos, ya intentó estrangular a una mujer que fue a visitarlo), y concluir con un examen de los cromosomas de los forofos que introdujeron en el campo de futbol de Cúcuta, Colombia, el féretro con los restos mortales de Cristopher Sanguino, joven amigo recién asesinado mientras jugaba un partido. Son sólo algunos casos llamativos del influjo del gen extraterrestre, aunque con la debida atención estoy seguro de que acabaremos descubriendo que los “eres” extraños están en todas partes y no sólo en Andalucía. Lo de allí, me temo, es otra cosa.