Mítico Cohen
miércoles 01 de junio de 2011, 21:23h
De voz imposible, rasgada y profunda como los sentimientos a los que ha dedicado su obra, Leonard Cohen llevaba ya un tiempo como aspirante al Príncipe de Asturias, que, por fin, hoy le ha sido concedido por un jurado que ha reconocido su “imaginario sentimental” y “una obra literaria que ha influido en tres generaciones de todo el mundo”. Igual que ha ocurrido con el Príncipe de Asturias de las Artes de esta misma edición, el director de orquesta italiano Riccardo Muti, el galardón correspondiente a las Letras parece reconocer no solo la importancia de la obra del premiado y su dedicación vital a un proyecto artístico y cultural, sino también la personalidad compleja, batalladora, cargada de seducción y capaz de transmitir, sea cual sea su personal instrumento, la sensación de que solo en la armonía del alma reside el verdadero éxito.
El poeta canadiense es la prueba, afortunadamente viva, de que solo viajando muy dentro de uno mismo, sin miedo a lo que se pueda encontrar, hay posibilidades de llegar a vislumbrar las pistas que nos indiquen el sentido de nuestra existencia. Si es que lo hay. Sus letras, poderosas y oscuras, nacidas de tanto hurgar en el corazón y en la cabeza, sirven para cantar y para ser recitadas casi en susurros. También para meditar, para comprobar que nunca podrá venir desde fuera aquello que creemos necesario para alcanzar la paz. Porque está dentro, ahí debajo, justo donde empieza a doler, en ese punto en el que los cobardes prefieren volver a salir, jurándose no mirar nunca más atrás, no vaya a ser que el descubrimiento acabe con la fantasía de que no hay nada que buscar, de que esa sensación que a veces asalta a traición sus ajetreados días no sirve para alertar de nada, de que su vida está bien así como está.
Pero Cohen pareció intuir siempre que ni siquiera el éxito es verdadero cuando procede exclusivamente del exterior. Por eso huía cuando las cosas ya estaban convencionalmente asentadas y volvía a empezar. Otro reto, otro camino, una luz más potente para la innata oscuridad. Y así, dice convencido que “la vida secreta es la que uno vive de forma paralela a la apariencia, la de los sentimientos profundos, de la honestidad, de lo que nunca puedes mostrar; es la vida detrás de la máscara”. Y si uno nunca se quita esa máscara, ni siquiera en la intimidad, acaba por vivir sin sentido, sin entregarse de verdad a lo que hace, ocultando por vergüenza que, a pesar de todo lo material que ha conseguido, aún sigue sin saber qué es eso de la felicidad. Sin entender que lo de ser dichoso ha de medirse por “micromomentos”. Que la intensidad tiene más valor que la aparente continuidad.
Cohen siempre se ha entregado, a su obra, a su búsqueda incansable más allá de si mismo, al amor, a la espiritualidad; y a la tristeza y el pesimismo que solo los poetas dejan entrar hasta el fondo. Depresivo y pesimista cuando no buscaba y creía poder encontrar respuestas en las drogas, en las mujeres, en el alcohol, “Aint No Cure for Love”, cantaba, y después volvía a enamorarse una y otra vez. De Marianne, la novelista sueca con quien vivió en la isla griega de Hydra hasta que ese hogar limpio y ordenado que le rodeaba le pesó demasiado y se marchó lejos, nada menos que al remoto Nashville, para ser compositor. Y más tarde de la fotógrafa Suzanne, madre de sus dos hijos. Ambas, mujeres imprescindibles para un alma siempre de paso, de esas que necesitan del amor para completar el puzzle, pero que una vez terminado tienen que sustituir por otro. Qué menos que dedicarles una canción.
Amó también a la actriz Rebecca de Mornay. A muchas más. “¿Acaso he de ponerme mi capa? ¿Viajar como la luna sobre cielos y cielos de carne para partir de nuevo en la mañana? ¿Acaso no puedo fingir que cada vez se vuelve más hermosa? ¿Ser un convicto? ¿Acaso no puede mi poder engañarme? ¿Acaso no puedo vivir en mis poemas?”, escribió.
Y también se retiró durante años a un templo budista de California para empezar una vez más. Incluso con otro nombre, Dharma de Jikan, “el silencioso”, el que recibió al ser ordenado monje zen. Hasta que otra etapa llegó a su fin y bajó al mundo de nuevo. Y con más de setenta años tuvo que volver a subirse a los escenarios de todo el mundo para buscar fuera, esta vez sí, lo que ya no quedaba dentro: los cinco millones de dólares con los que su asesora financiera se marchó sin dejar sus nuevas señas. Y Cohen volvió a triunfar, porque como escribió en su poema titulado Cielo, “Los grandes pasan, pasan sin tocarse, pasan sin mirarse. Cada uno sumido en el gozo, cada uno en su fuego. No tienen necesidad el uno del otro”.
Escritora
ALICIA HUERTA es escritora, abogado y pintora
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