México: el Estado desarmado
viernes 12 de agosto de 2011, 20:38h
Parodiando a Marx puede decirse que un mensaje recorre el mundo: ¡Basta! Aunque las razones aparentes resulten diversas, las de fondo son las mismas en Medio Oriente, el norte de África, Grecia, España, Chile o Inglaterra: el abuso del poder económico sobre las mayorías en nombre de la competitividad, el rescate a los bancos, el monto del déficit público, o lo que sea.
No se equivocaba Alain Touraine cuando hace veinte años escribió Critique de la modernité. En esta obra comparó la sociedad contemporánea a un maratón: a todos se les ofrecen “oportunidades” para competir, pero a la cabeza corren los mejor preparados por su nacimiento, educación o relaciones familiares; les sigue un amplio grupo a sabiendas de que no ganará, pero cuyo objetivo es no ser excluido. Un tercer y más numeroso grupo lo componen aquellos que ni siquiera son admitidos a la competencia porque no califican: son las mayorías en países como los latinoamericanos, los de Medio Oriente o África, aunque los del norte hagan “revoluciones” por la democracia y los derechos humanos que requieren apoyo de la OTAN. Y qué decir de los “desesperados” que huyen de la miseria y emigran a los Estados Unidos y Europa. Son los nuevos “bárbaros” pero desarmados que buscan sobrevivir en el imperio que explota las riquezas de sus países, cambia gobiernos e incluso defiende la “democracia” con sus legiones.
En tiempos de crisis, como la actual, los capitales no distinguen entre “barbaros” y “ciudadanos romanos”. No hay solidaridad que valga y ante ello el Estado se encuentra desarmado. El presidente Obama no fue la excepción y al igual que otros gobiernos ha tenido que ceder ante los grandes consorcios y las “agencias calificadoras” que hacen temblar los mercados un día sí y otro también.
Ante algo incomprensible para las mayorías, se culpa a la política, a los partidos y a los políticos, así como a los gobiernos y al Estado en general de la descomposición social, de la falta de valores y de la corrupción, al igual que del desempleo, la inseguridad y la ingobernabilidad. También se les hace responsables de las crisis económicas y de las dificultades para resolverlas, castigando al partido en el poder, sin ninguna valoración en las elecciones.
Las expresiones de “Estados fallidos”, gobiernos divididos y otras por el estilo no son teorías políticas, sino ocurrencias ideológicas fabricadas expresamente para mantener a la economía fuera de la discusión.
La política, los partidos y el Estado son creaciones humanas, obras culturales, que buscan frenar los impulsos primarios de los humanos (la parte “bestial” la llamó Maquiavelo) para resolver los conflictos y acudir a la negociación, al entendimiento y al compromiso. Tomó muchos siglos sentar las bases de una legalidad constitucional; establecer la división de poderes, la democracia y el sufragio universal. Hay Estados que han logrado reducir considerablemente la brecha de las desigualdades; otros han fracasado en sus esfuerzos y los más se limitan a prometer mejorías en las condiciones de vida de las masas, sin hablar de distribución del ingreso vía la fiscalidad.
De ahí, que el culpar a la política, a los partidos y al Estado de los problemas que aquejan al país y al mundo es una equivocación, un hecho mal planteado. El diagnóstico hay que enfocarlo en una economía que está basada en el “libre mercado”, regida básicamente por la ley de la selva, en la que el ganador es el más apto, el más fuerte o el menos escrupuloso. Este tipo de economía no es un hecho de cultura, sino de natura, por lo que debe acotarse por leyes y reglamentos a fin de que los impulsos primarios a la acumulación de riqueza sean, al igual que la lucha por el poder, contenidos y encauzados. Ciertamente, sin libre mercado no hay democracia, pero ello no implica que la economía escape a la dimensión social que debe regir las actividades humanas. La sociedad no sólo es un mercado, también es un conjunto de seres humanos que buscan crear una comunidad en la que puedan convivir pacíficamente.
Cuando la convivencia se vuelve imposible porque la riqueza y las oportunidades se encuentran en grupos reducidos, se quebrantan los valores, el orden legal y, en general, las normas de convivencia. Cuando las elites ponen el ejemplo de que el éxito social, el prestigio y el poder se miden casi exclusivamente por la riqueza, sin importar mucho como se obtuvo, se abre el camino para las conductas antisociales, sean quiebras fraudulentas, despojos o tráfico de drogas. El Estado que cierra los ojos ante las conductas ilícitas de los poderosos, pierde legitimidad para sancionar los actos delictuosos del común de los mortales.