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Ideas y consecuencias de la transición egipcia

Aurora Nacarino-Brabo
domingo 01 de septiembre de 2013, 19:28h
Abordar el análisis de los acontecimientos que tienen lugar en Egipto no es una tarea sencilla, dada la complejidad y la volatilidad de la situación en aquel país. No obstante, la ciencia política debe intentar realizar una lectura racional que huya de interpretaciones partidistas, ideológicas y sentimentales. Como explicaba en un artículo anterior, hay argumentos basados en la evidencia empírica para sostener que los estados que protagonizaron la oleada de revueltas a partir de 2010, Egipto incluido, no están hoy mejor económica ni socialmente que en dicha fecha. Este hecho constatable no es, sin embargo, sorprendente. Es comprensible que las primeras protestas pacíficas en Túnez y la caída de dictadores como Ben Ali, Gadafi o Mubarak despertaran en Occidente ciertas esperanzas de advenimiento democrático. Lo que no se entiende fácilmente es el estado de amnesia transitoria en el que quedaron sumidos muchos europeos, que (quizá con las antiguas repúblicas soviéticas en el recuerdo) olvidaron su propia historia para dejarse imbuir de un optimismo poco prudente. No importa cuánto nos costara a los occidentales conquistar nuestro estado de derecho, pareciera que Egipto se iba a ir a la cama bajo una dictadura autoritaria para amanecer, al alba, sobre los sólidos cimientos de una democracia arraigada. Y, claro está, las cosas son bastante más complicadas que todo eso.

¿Significa esto que Egipto estaba abocado irremisiblemente y desde el principio al fracaso democrático? El país no afrontaba una situación sencilla, pero convengamos que no creemos en fatalismos proféticos ni en los invisibles hilos del hado. Concedamos que existía una oportunidad, pequeña si se quiere, de que Egipto transicionara exitosamente a la democracia. ¿Cómo explicar, entonces, que el país esté hoy al borde de la guerra civil? A estos efectos siempre es útil evocar a aquel Richard Weaver que afirmaba: “las ideas tienen consecuencias”.

El éxito y el fracaso de las naciones son el resultado de una emulsión muy fina de pequeñas decisiones. Quizá no llamó la atención que Egipto optara por una ley electoral mayoritaria o por un sistema (semi)presidencialista cuando los arquitectos de la nueva democracia diseñaron su esqueleto. A fin de cuentas, muchas democracias exitosas cuentan con dichos modelos. Sin embargo, como ya advirtió Lijphart, los sistemas mayoritarios desincentivan la negociación y el consenso (muy importantes a la hora de construir un régimen inclusivo) en aquellas sociedades con profundos clivajes culturales y religiosos. Además, al otorgar grandes mayorías, el modelo minimiza el rol de la oposición y entorpece el desarrollo de los partidos políticos. Y, al mismo tiempo, tal como señalaron Stepan y Linz, un sistema presidencialista presenta algunas desventajas respecto de uno parlamentario.

En primer lugar, ante la concurrencia de un gran número de partidos, es previsible que aquellos dos que pasen a la segunda vuelta electoral lo hagan con un porcentaje de los votos relativamente pequeño (los tres candidatos más votados obtuvieron entre un 20,7% y un 24,8% de sufragios, todos en una horquilla de cuatro puntos). De este modo, el sistema reduce el pluralismo político y alienta el faccionalismo en segunda ronda. En segundo lugar, un sistema presidencialista inviste al presidente de unos poderes que pueden hacer derivar el régimen en “superpresidencialista”, si el elegido se revela tan poco competente como el propio Mursi, más interesado en desarrollar su plan de transformación ideológica y religiosa que en capitanear la joven democracia egipcia y rendir cuentas. Por último, si se presenta este caso, un régimen parlamentario permite desalojar del poder al presidente mediante una moción de censura, una herramienta democrática que no socava los principios del gobierno representativo como sí lo hace un golpe de estado. Si Mursi hubiera sido destituido a través de este procedimiento en lugar de manu militari , la situación de Egipto puede que fuera distinta y, en todo caso, se habría acometido sin quebrar la legalidad.

Del mismo modo, quizá no pareciera llamativo que la redacción de la Constitución egipcia corriera a cargo de una Asamblea Constituyente poco representativa. No extrañaría que los islamistas trataran de acomodarla a su programa de máximos y no despertaría demasiados recelos el hecho de que solo un 32,9% de los llamados a las urnas acudiera a votarla en referéndum para ser aprobada, entre denuncias de fraude, con un 63,8% de los votos. No resultaría inquietante, en definitiva, que la carta magna fuera ratificada por un discreto 21% del electorado, una cifra cercana al apoyo electoral que recibió Mursi en la primera ronda de la elección presidencial. Tal vez pasó desapercibido, en consecuencia, que esta no era la constitución de la nueva democracia egipcia, sino la de un partido, el Partido de la Libertad y la Justicia (PLJ) de los Hermanos Musulmanes.

Y de aquí se desprende otro de los errores que ha cometido Egipto en su accidentada transición democrática y que, seguramente, tampoco desató gran revuelo en el momento en que comenzaba a fraguarse el régimen representativo. Los partidos políticos, especialmente el PLJ, concibieron la redacción de la Constitución y, por extensión, la democracia como una herramienta que instrumentalizar para imponer su modelo social y religioso. Cuando la democracia es presentada con el barniz teleológico de quien la respeta solo en tanto que medio para alcanzar un fin ulterior y superior, el sistema se corrompe. Entonces, la democracia se convierte en un juego de suma cero en el que el adversario es el enemigo. Y del elevado “precio de la exclusión” y sus fratricidas consecuencias sabemos bastante los españoles. Los socialistas de los años 30 abrazaron la Segunda República como la vía necesaria para alcanzar el socialismo económico y, para algunos de ellos, esta no era más que una “estación de tránsito” (Fernando de los Ríos llegó a afirmar que el “liberalismo económico y la democracia inorgánica están superados”). Y los militares sublevados el 18 de julio dijeron alzarse contra la “anti España”. De igual manera, los Hermanos Musulmanes entendieron la legitimidad democrática como una carta blanca para imponer su proyecto islamista, y los militares despojaron a Mursi de su cargo con la potestad de quien actúa en nombre de la “patria”.

Todas esas ideas trajeron estas consecuencias. Ahora, Egipto es un país cuyo presidente fue depuesto por medio de un golpe militar, con una Asamblea Constituyente y un Senado invalidados por el Tribunal Constitucional, un territorio (el Sinaí) fuera de control, un partido perseguido y expulsado del sistema al que se le ha lanzado el mensaje de que nunca podrá recuperar el poder si no es por medio de la violencia. Un país al borde de la guerra civil, con instituciones y partidos débiles, y en el que democracia e islam, aunque no sea correcto decirlo, siguen encontrando difícil acomodo.

Así, ante el elevado riesgo de un conflicto armado y con los datos económicos apuntando peligrosamente la senda del estado fallido, una no puede evitar preguntarse si no sería mejor centrarse en recuperar la estabilidad política y social, garantizar la seguridad jurídica que atraiga la inversión y desarrollar instituciones sólidas (aunque no necesariamente democráticas); mientras la primavera, como dice Battiato, tarda aún en llegar.
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