La aristofobia
Cristobal Villalobos Salas
domingo 01 de septiembre de 2013, 19:29h
Ganan los españoles contra Dinamarca, como un remedo postmodernista de las victorias de los viejos tercios, mercenarios incluidos, cuando helábamos el corazón de Europa con nuestro coraje y nuestras asaduras. Igual de pobres que ahora, el Reino suspendía pagos a diario, no existían los rescates y dependíamos de los banqueros mientras nuestros soldados se cobraban el justo estipendio en saqueos que aún hoy pesan, como histórica losa de mármol, en nuestras relaciones internacionales.
España es la de siempre, craso error cuando nos creímos modernos, y nuestros problemas no son, para nada, del siglo XXI, más bien de siglos pasados. El nacionalismo decimonónico, empeñado como siempre en inventarse la historia para justificar el gobierno de unas minorías, el bandolerismo, tan mediterráneo, que nos acosa ahora desde los despachos, la falta de una élite dirigente capacitada…
Es, este último punto, tan relacionado con los otros dos anteriores, sino son el mismo problema, uno de los que más me escama, me mosquea, me irrita. Salen, estas semanas atrás, algunos líderes populares pidiendo medidas para garantizar la honestidad y la preparación de los políticos, era lo que tocaba ante tanta indignación ciudadana, y lanzan alguna vaga idea. Algo es algo.
Pero la raíz del problema es muy profunda, procedente de las cavernas de nuestra propia historia. La “aristofobia”, el miedo y el odio a los mejores, que diría Sánchez Dragó, es casi tan antiguo en nuestro país como ser español. De forma tradicional se ha vilipendiado y atacado a todo aquel que destacara en algo, destinando a la pobreza, al olvido, a la cárcel, al exilio, o a la misma muerte, a tantos españoles que en otros países serían héroes nacionales.
Hoy los partidos, entes endogámicos y parasitarios de la sociedad, se han convertido en una auténtica casta que vive del resto de la población, escudándose en su necesidad institucional y su supuesta representatividad social. Sí, que los españoles somos unos sinvergüenzas, unos vagos, unos caraduras, ya lo sabemos desde el Lazarillo, pero eso no quiere decir que tengamos que resignarnos a ser siempre liderados por lo peor de cada casa mientras los mejores, nuestra aristocracia profesional e intelectual, son expulsados de los ámbitos de decisión o huyen hacia sus respectivas profesiones ante las puñaladas de la canallería política. Y en ese plan. Abrimos los periódicos y reímos por no llorar.