Albinoni
sábado 15 de enero de 2011, 12:43h
En los últimos treinta años se ha hecho un impresionante esfuerzo de recuperación del patrimonio musical europeo y americano. Cientos de obras que el olvido había relegado a los desvanes y los archivos han visto de nuevo la luz. El fenómeno es peculiar de la música porque en el resto de las artes la continuidad nunca se rompió del todo. Museos y colecciones daban la oportunidad de mantener un diálogo fluido con el pasado. La música depende más del gusto reinante y, por eso, al cambiar este, las partituras dejan de interpretarse. Artistas de primera categoría, Monteverdi o Vivaldi, desaparecieron prácticamente del panorama tras su muerte. Todavía hoy, músicos excelsos, Cavalli o Caldara, son desconocidos para la mayoría del público, que ni siquiera ha oído sus nombres.
La tradición musical nos ha vuelto a hablar a lo largo del siglo XX. El fenómeno es raro porque una de las características de nuestro tiempo ha sido el distanciamiento de la tradición, el vanguardismo. Los creadores contemporáneos han ido tan lejos que buena parte del público no ha querido acompañarlos. La música, por ejemplo, se ha vuelto tan profunda, tan sabia, que el hombre normal no la reconoce como música y tampoco quiere hacerlo. Como todo esto ha coincidido con la eclosión de las masas, muchos han decidido simplemente acudir al acervo popular. Aquellos que necesitaban algo espiritualmente más sofisticado se han visto obligados a dirigir la vista a otras épocas. Una vez que se duda del progreso de un arte que ha acabado siendo un “purgatorio para los sentidos”, el pasado vuelve a interpelarnos con fuerza.
La recuperación del repertorio renacentista y barroco ha obligado a hacer un enorme esfuerzo hermenéutico. Actualizar partituras antiguas no es tan sencillo como pudiera creerse. El intérprete no puede aplicar sin más las rutinas de la práctica contemporánea, tal y como él las aprendió en el conservatorio, por la sencilla razón de que aquellas obras fueron hechas en un horizonte muy distinto. No son sólo las peculiaridades de los instrumentos, sino también la forma de afinarlos y tocarlos, la medida del tiempo, etc. Para que una interpretación valga la pena es preciso saber mantener la distancia, apropiarse de la obra, pero dejándola ser lo que es. Lo que hace un músico de tacto con una vieja partitura se asemeja a lo que hace un buen restaurador con una pintura, aunque aún hay quien cree que restaurar consiste en parchear los desperfectos y barnizar de nuevo.
Durante mucho tiempo la música barroca ha sido considerada un producto meramente decorativo. Cierta manera de interpretar el gusto aristocrático llevó a pensar que esta música se compuso sólo para ser usada en el contexto palaciego donde se movían teatralmente los nobles. El sastre, el cocinero y el decorador serían artistas en el mismo sentido que el maestro compositor. La diferencia entre un Beethoven y un Vivaldi era, pues, abismal. Luego, a medida que hemos ido ganando una actitud más correcta hacia estas obras, hemos descubierto que también ellas responden a una voluntad creadora libre. Esto no quita que percibamos en todas una unidad de estilo característica, propia de la época. Es la comprensión del estilo del mundo barroco lo que parece haber adelantado mucho en los últimos tiempos y lo que ha facilitado la recuperación de tantos artistas olvidados. Músicos que interpretados como contemporáneos, a la manera decimonónica, no nos decían nada, ahora, al poco de familiarizarnos con ellos, nos entusiasman.
Uno de esos músicos es Tomaso Albinoni. Justo en estos días se cumple el doscientos sesenta aniversario de su muerte. La cifra no es redonda y probablemente nadie la tomará en cuenta. Lo fue hace diez años y entonces pareció que se iba a producir una recuperación de su obra. Ha transcurrido ese tiempo y, a diferencia de otros músicos venecianos de su generación -Caldara o Vivaldi-, sigue siendo un compositor poco interpretado. El público da la impresión de contentarse con su Adagio en sol menor, una página que se le atribuye falsamente, pues el autor fue Remo Giazotto, su primer biógrafo. Giazotto la publicó en 1958 como si fuera de Albinoni y aseguró después que era una reconstrucción a partir de un fragmento original que nunca ha sido identificado. Aunque el fraude, por llamarlo así, tuvo primero un efecto positivo y acrecentó el interés por el veneciano, a la postre ha resultado nefasto para su crédito. Quizá el público no sienta la menor curiosidad por un compositor barroco cuya obra más conocida suena sospechosamente romántica. Pero la música de Albinoni, bien ejecutada, está tan lejos de eso como del chirriante y neurótico cacharrerío de los compositores actuales. Se trata de una música cristalina, resplandeciente, que nos reconcilia con las denostadas apariencias y nos hace sentir que ser hombre tal vez no sea tan malo. Lástima que, habiendo tantos intérpretes excelentes, su repertorio no se haya beneficiado de una auténtica revisión. Yo abogo aquí por ello y propongo al lector que me acompañe en el deseo oyendo hoy, aniversario de su muerte, algunas de sus piezas. Comprobarán que pervive en ellas, y esto no es poco en los tiempos que corren, el perfume de una época que supo lo que era la alegría de vivir.