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Boston post mortem

Luis de la Corte Ibáñez
viernes 26 de abril de 2013, 21:09h
El ataque terrorista ocurrido el pasado día quince en la ciudad de Boston y sus secuelas han generado un verdadero aluvión informativo. Las noticias emitidas en las primeras horas sobre los daños provocados y las circunstancias que rodearon al atentado fueron continuadas horas después con la tensa y trepidante crónica de una persecución de 22 horas que culminó con la muerte de un terrorista de origen checheno (Tamerlán Tsarnaev) y el apresamiento del segundo, su hermano menor (Dzhokhar Tsarnaev). El asunto aún se prolongó durante días con múltiples referencias a las causas, consecuencias e implicaciones del incidente, consideradas y discutidas en periódicos, emisoras y pantallas con gran lujo de detalles por un ejército de informadores y expertos. Finalmente, sólo el relevo de noticias frescas conseguiría sofocar las resonancias desatadas por el atentado, tras más de una semana de sobrecarga mediática.

Mientras los focos de los medios se van retirando la investigación policial y los esfuerzos aplicados a esclarecer los sucesos de Boston siguen su curso, con no pocas preguntas y conjeturas todavía pendientes de recibir contestación definitiva. Ahí van algunas de las más relevantes.

¿Qué radicalizó a los autores del ataque?

Cada vez que individuos de ascendencia no occidental residentes en Occidente intentan perpetrar un atentado en Europa o Norteamérica se reaviva la hipótesis de la integración deficiente como explicación del terrorismo. Y el caso de los hermanos Tsarnaev no iba a ser una excepción. Este énfasis es perfectamente afín a un viejo complejo de culpa (quizá un residuo de nuestra cultura judeo-cristiana) que tiende a ver en cada enemigo declarado de Occidente una víctima de Occidente. De ahí la recurrente pregunta que se vuelve a plantear tras cada muerte relacionada con el terrorismo internacional: “¿qué hemos hecho mal?”. Cada vez que se produce un incidente como el de Boston hay que volver a recordar que las políticas de integración tienen mucho menos que ver con el terror fanático que el fanatismo mismo y que éste se ha demostrado un problema transversal a nacionalidades, culturas y clases sociales (incluso a religiones). La adaptación de los Tsarnaev a la vida y la cultura de los Estados Unidos puede que no fuera óptima, pero fue indudablemente superior al de una infinidad de ciudadanos extranjeros y musulmanes que no cambiarían su residencia en ese gran país por ningún otro destino.

Las experiencias de radicalización que transforman a ciudadanos corrientes en fanáticos extremistas dispuestos a matar han inspirado una cantidad ingente de estudios e informes en los últimos años. Sin embargo, y pese a su enorme interés, los resultados de esas investigaciones tienen un valor predictivo limitado. Los perfiles de los sujetos radicalizados son demasiado heterogéneos para confirmar ninguna otra explicación común, salvo una: la que apunta a un proceso muy genérico que comienza con una crisis de identidad (de origen potencialmente muy diverso) que procura “redimirse” mediante la adhesión a una ideología de odio.

¿Falló la inteligencia estadounidense?

Estamos ante otra de esas consideraciones que jamás falta en los días que siguen a casi cualquier atentado: si los terroristas aciertan será porque las agencias de seguridad e inteligencia han fallado. Cualquier información que pueda resultar congruente con esa lógica será rápidamente tomada como prueba irrefutable. Por cierto, me permito advertir que cuando se logra desarticular un complot terrorista son escasas las voces que destacan los aciertos y la utilidad de la inteligencia. Sea como fuere, los servicios de inteligencia realmente pueden fallar y lo hacen a veces de forma catastrófica. ¿Fue así en el caso de Boston? Como ha dicho un analista reputado y ecuánime como Peter Bergen: quizá. Nada más conocerse la identidad de los responsables del atentado saltó a la luz pública el dato de que algunos años atrás el FBI descartaron poner vigilancia a Tamerlán Tsarnaev, a pesar de haberle sometido a una breve investigación tras recibir una advertencia de las autoridades rusas. Si la evaluación del FBI hubiera resultado distinta Tamerlán hubiera sido vigilado y en tal caso es posible que su tendencia extremista hubiera podido frenarse antes de que pasara a la acción. No obstante, ¿cuántas alertas como la de Tamerlán habrán sido recibidas y desechadas por el FBI en los últimos años?. Probablemente, y como mínimo, centenas. ¿Y con cuántos recursos contaba el FBI para vigilar a otros sujetos con mayores indicios de peligrosidad que los de Tamerlán? Seguro que nunca los suficientes como para seguir a todos los miembros de la lista de sospechosos. Por supuesto, estas matizaciones sólo son tentativas. Con todo, sería más prudente aguardar a poder confirmarlas o refutarlas antes de aventurarse a calcular si la inteligencia falló en Boston, hasta qué punto y por qué. Entre tanto, alguien debería ir acostumbrando a la opinión pública a asumir que la mejor inteligencia, aún siendo una herramienta esencial para la prevención, no lo puede todo.

¿Fueron adecuadas la reacción ciudadana, mediática e institucional?

Como alguien se ha recordado a propósito de Boston, el terrorismo es teatro o aspira a serlo. Su impacto depende de su capacidad para transformar inopinadamente los marcos de convivencia cotidiana en escenarios de intimidación y terror. Si tan macabro espectáculo penetra las mentes de sus testigos (inmediatos y mediatos) y se mantiene vivo en su memoria hasta alterar el ritmo y las expectativas de su vida ordinaria entonces, hasta cierto punto, puede decirse que los terroristas habrán tenido éxito. No se puede negar que algo de todo esto ocurrió en Boston. Las bombas que interrumpieron el final de una gran prueba deportiva y la posterior persecución de los presuntos terroristas dejaron salir de nuevo el fantasma del 11-S. La sostenida cobertura mediática de los incidentes ayudó a ello, y mucho. Pero también ayudó la incertidumbre que rodea a tales situaciones. ¿Podían los terroristas continuar perpetrando nuevos atentados en los días posteriores?; ¿se estaba al principio de una intensa campaña de acciones desestabilizadoras?; ¿podía haber una potente organización terrorista detrás de todo aquello? Quizá si estas preguntas no se hubieran planteado en voz alta la reacción social hubiera sido algo más serena. Pero… ¿acaso alguien puede considerarlas absurdas?

Para criticar la reacción ciudadana al atentado algunos opinantes recuperaron datos (reales) sobre el número de personas que mueren cada día en Estados Unidos, o en cualquier otro país del mundo, por otra clase de incidentes violentos o incluso por accidentes de tráfico. Con estas comparaciones se pretendía demostrar que la reacción al terrorismo suele ser exagerada y que lo fue particularmente en Boston. Quizá, pero depende; no debe ser igual de exagerado el miedo inducido por un ataque que por varios, ni el que genere un atentado que causa tres víctimas mortales en comparación con otro que produzca cientos o miles de muertos (aunque si este se produce su recuerdo se reactivará fácilmente en otras ocasiones posteriores…). Por otro lado, ocurre que los atentados terroristas persiguen contrarrestar la habitual ilusión de invulnerabilidad desde la que las personas tendemos a filtrar la información sobre otros riesgos más ordinarios. Los accidentes de diversa naturaleza nos parecen que entrañan más riesgo para otros que para nosotros mismos. Y los psicólogos explican que si pensamos así es porque solemos suponer que tenemos capacidad para controlar o limitar la posibilidad de que nos ocurran (por ejemplo, mediante una conducción prudente). Por el contrario, las noticias sobre terrorismo fomentan la impresión de que un atentado lo puede padecer cualquiera, sin previo aviso y sin poder impedirlo. Por último, y aunque resulte paradójico, la violencia produce tanta más conmoción cuanto menos frecuente y familiar resulte. Y el caso es que en Estados Unidos el terrorismo es infinitamente menos frecuente que otras formas de violencia. Tal vez por eso los españoles, tan familiarizados con el terror de ETA durante décadas, nos sintamos más predispuestos a criticar como exagerada la reacción estadounidense. Claro que a nosotros no nos ha sorprendido una mañana con dos aviones estrellados contra el cielo de Madrid y tres mil muertos. Es verdad que otra mañana nos levantamos con 191 muertos por bomba en varios trenes, a manos de la yihad… Y recuerden cual fue la reacción social….

La respuesta al ataque de Boston tuvo más caras. La de las autoridades, por ejemplo, fue reseñable en varios planos. Las declaraciones institucionales, incluyendo la intervención del presidente Obama, nos dejaron un valioso ejemplo de contundencia prudente (conjunción ésta nada fácil de lograr). La voluntad y determinación de perseguir a los terroristas quedó bien clara, no sólo en las palabras sino en los hechos. Su identificación y captura se consiguió en un plazo de tiempo mínimo. Y, mientras, la ciudadanía y los medios de comunicación mantuvieron la unidad y el sentido patriótico que el terrorismo siempre busca resquebrajar. A veces lo logran. Pero es evidente que con su ataque a la capital de Massachusetts no lo consiguieron.
¿Cabe esperar nuevos atentados semejantes?

En los días precedentes la prensa de todo el mundo, e incluso algún responsable político, ha recurrido automáticamente a la célebre etiqueta del “lobo solitario” para calificar a los hermanos Tsarnaev. En principio esa expresión tan sumamente gráfica fue acuñada para designar aquellos casos de terrorismo protagonizados por individuos cuyas acciones son fruto de iniciativa y capacidades propias, y no de las órdenes o apoyos que pueda prestar un grupo más amplio de personas, una organización o un Estado. Aunque es cierto que la mayoría de los indicios apuntan hasta ahora en esta dirección, ya hemos alertado otras veces aquí que muchos actos de terrorismo aparentemente individual no lo son en realidad. En cualquier caso, mientras no se refute la tesis sobre la acción independiente por parte de los dos hermanos chechenos hay que admitir que su atentado parece responder a la perfección al llamado recurrentemente difundido por Al Qaida entre sus simpatizantes para que actúen y maten donde y cuando puedan con la única asistencia de sus propias habilidades y recursos. Por tanto, el caso cae dentro de la opción estratégica que algún especialista ha denominado “yihad sin líderes”. La mayoría de los intentos previos que se han enmarcado en esa línea han terminado en fracaso. Ahora bien, como ha advertido un analista de la agencia Stratfor, muchos de esos fracasos se debieron a la excesiva ambición de unos protagonistas (lobos solitarios o grupos independientes) que erraron al tratar de realizar atentados demasiado complicados para sus limitadas capacidades. Si, por el contrario, los terroristas de Boston lograron consumar su plan fue porque lo diseñaron a la medida de sus posibilidades: el modus operandi empleado fue relativamente sencillo y el blanco fue bien elegido, tanto por su accesibilidad como por su potencial resonancia mediática. Escenarios como el seleccionado el pasado 15 de abril sobran. Y tampoco hay que despreciar la posibilidad de que aquel incidente invite a otros extremistas a repetirlo. En consecuencia, prevenir futuros intentos de semejante naturaleza será una tarea ardua, realizable sólo en parte.
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