Trampas conyugales
sábado 15 de diciembre de 2012, 18:08h
Jian Feng es un chino cualquiera que acudió a los tribunales mosqueado con la fealdad de su hija. No lo hubiera hecho de vivir en España, donde la justicia gratuita cuesta una pasta, pero como es súbdito de un régimen totalitario, no se lo pensó dos veces. Desde que nació su heredera una duda rondaba su cabeza: ¿cómo puede un tipo bien parecido, casado con una atractiva mujer, engendrar una criatura tan espantosa? Ni que decir tiene que las sospechas recayeron sobre su cónyuge. ¿Se la habría pegado con otro? Aquí, una circunstancia como esa apenas tiene importancia, pero ser cornudo en un país donde sólo se puede tener un hijo es algo muy grave. Por suerte, no era el caso. La señora Feng es pura como un ángel. En cuanto al aspecto de la niña, no hay misterio. Según la madre, su criatura es clavadita a ella antes de que la cirugía estética obrara el milagro. Al afectado, la explicación no le ha satisfecho. Se siente engañado. Los jueces le han dado la razón y, además de otorgarle el divorcio, han condenando a su ex a pagarle una cuantiosa indemnización. La gente hace muchas tonterías por culpa de la coquetería. Con el dineral que le va a costar la broma, la chinita recauchutada podría haber adquirido en España un piso dotado de las más modernas comodidades, incluido el permiso de residencia, y disfrutar el resto de su vida del paradisíaco estado del bienestar.
Jian Feng es chino, como usted o como yo, pero no tonto. La mayoría de los hombres, también en Oriente, saben de sus mujeres lo que éstas les han contado. Un caballero que se precie no indaga más. La naturaleza femenina, como el universo, posee grandes extensiones de materia oscura y hay que ser un estúpido ilustrado para pretender iluminarlas. El misterio es siempre encantador, al menos hasta que deja de serlo. Feng, por ejemplo, se casó loquito por su mujer y el descubrimiento de que esta no es lo que parece le ha afligido sobremanera. A nadie le gusta descubrir que el objeto de su devoción es falso. Nuestra ley llama a esto “error en la sustancia de las cosas” y la considera causa suficiente para invalidar un contrato. Claro que el matrimonio no es un contrato como los demás, o al menos no lo era en la época en que se redactó el código civil, aunque quizá haya que empezar a verlo así. Los tribunales de justicia chinos están en ello y por eso han sentado un claro precedente para futuras reclamaciones. La evolución de la tecnología es imprevisible y cabe que dentro de unos años se multipliquen las situaciones peliagudas. Uno compromete sus sentimientos con una persona que parecía esto y resulta ser aquello. Antiguamente, el sacerdote exhortaba a declarar cualquier circunstancia que pudiera viciar el matrimonio (o a callar para siempre). Hoy esto es imposible debido a la ley de protección de datos y todos estamos expuestos a llevarnos alguna sorpresa inesperada. Los muchos derechos de que somos titulares amenazan con ofrecernos la misma protección que una pesada armadura que impide al combatiente hacer cualquier movimiento.
La señora Feng quiso ser bella. Como vive en la época de la insustancialidad técnica, lo consiguió. El marido, fascinado con su aspecto, se enamoró y le pidió matrimonio. Creía que su deliciosa fisonomía era el reflejo de un alma igual de delicada. Pero estaba en un error, aunque ha tardado en descubrirlo. Ahora ha comprendido que la encantadora apariencia de su esposa y el encomiable deseo de complacer que la animaba eran un mero subterfugio para burlar los principios de la selección natural. Esto es grave. Entre cambiar con el matrimonio (“mi marido, de novio –le oí decir a una campesina andaluza- era bueno; luego se me escochinó”) y ocultar desde el primer momento la materia oscura hay un abismo. Los legisladores occidentales aún no se han percatado, pero dentro de poco, gracias a la técnica y a la proliferación de derechos, el concepto de error en la sustancia de las cosas se pondrá otra vez de moda. Menos mal que los españoles vivimos en un estado de derecho, que los legisladores están al cabo de la calle, que el poder judicial es absolutamente independiente y que disfrutamos de una justicia eficaz, rápida y gratuita, porque si no este tipo de embrollos modernos podrían llegar a colapsar los juzgados.