Padres modernos
sábado 17 de agosto de 2013, 18:58h
En vacaciones, los españoles solemos consagrarnos a aquello que, según las encuestas, importa por encima de todo: la familia. Donde quiera que uno vaya encuentra versiones más o menos típicas de estas: en el restaurante, en la piscina, en la librería, en el cine. Pocos escogen el verano para permanecer solos o reunirse con los amigos, de quienes se ha dicho que Dios nos los da a fin de compensarnos por la familia que nos ha tocado en suerte.
El protagonista absoluto de la familia de hoy es el niño. Los niños actuales se parecen a los de antes, aunque sólo superficialmente. La calma, la aparente sumisión que muestran en su comportamiento, cesa de golpe si sus deseos son contrariados. Entrenados para la felicidad, y acostumbrados a ella, nuestros niños no admiten que las cosas puedan ser de otra manera que la que ellos imaginan. Los padres modernos, en vez de atajar esta errónea visión del mundo, la toleran e incluso la fomentan. No hay que traumatizar a los críos, se dice. El problema de la condescendencia son sus efectos. La playa es buen observatorio para ver hasta qué punto el narcisismo, la apremiante impaciencia de nuestros niños, puede generar a su alrededor fuertes tensiones. “Niño –le escuché el otro día en la playa a un sesentón harto de ser molestado-, eres clavadito a tu padre, te aconsejo que no sigas creciendo.”
Es sabido que “conseguir siempre lo que se quiere es parecido a no conseguir nunca lo que se quiere”, pero los padres modernos, víctimas de la delicuescencia de la época, tienen enormes dificultades para evitarlo. Parte de culpa en que esto ocurra hay que achacársela a la incorporación masculina a las tareas de crianza. Es la primera vez que semejante cosa ocurre en la historia y muchos varones no saben bien qué hacer. Durante siglos, los hombres tuvieron herederos, no hijos. Las cosas han cambiado tanto, sin embargo, que la vieja figura del padre adusto, vestigio del tiránico orden falocrático, ha desaparecido prácticamente del todo a favor del padre simpático, atlético y tatuado que juega con los niños en la playa o en el parque. Los estudios científicos confirman, por si fuera poco, que, además de hacerlas reír, esto es lo que más gusta a las mujeres actuales de un hombre.
Es probable que la presencia masculina en las tareas educativas sea la causa de que las expectativas respecto de los niños se hayan desorbitado tanto. Las antiguas madres no habrían tomado en serio todo ese rollo de la precocidad, la hiperactividad, el niño prodigio, que tanto daño está haciendo a las nuevas generaciones, en particular la generación mejor preparada de nuestra historia. No digo que las madres no sueñen con ser la madre de Nadal, pero tengo la sospecha de que muchos de los excesos que hoy se cometen en la educación guardan relación con el hecho de que las ilusiones que los padres ponían antes fuera de casa se vuelquen ahora sobre los hijos. Podría decirse, aunque se trata sin duda de una exageración, que ellos están pagando el desencanto del mundo.
Haber convertido la crianza en el fin de la vida explica por qué preocupa hoy tanto el fracaso. Los padres modernos no pueden soportar la idea de que sus hijos piensen mal de ellos cuando crezcan. La mala conciencia de la que nos hemos liberado en otros órdenes pervive en éste alentada por una curiosa estrategia social de culpabilización a causa de la cual es más fácil encontrar a alguien presa de remordimientos terribles por no acudir a la fiesta de cumpleaños de su hijo que por robar el dinero del cajón del ayuntamiento. Las series televisivas, las malas novelas y los psicólogos han contribuido poderosamente a expandirla. Convertido en Dios, una especie de espectador esencial, el padre moderno no sólo debe tutelar a su hijo día y noche, sino suministrarle recuerdos gratos a fin de que en el futuro evoque con añoranza la infancia. Lástima que tanta ternura se desvanezca en la pubertad. Y es que los niños de ahora parecen ansiosos por romper esa burbuja amorosa que se crea en torno a ellos igual que una cáscara. Al fin y al cabo, vivimos en la época de la pedagogía, ciencia basada en la descabellada idea de que aunque la semilla sea de mala calidad siempre cabe una buena cosecha.