RESEÑA
Alberto Jodra: El aroma de la pólvora
domingo 27 de octubre de 2013, 10:32h
Alberto Jodra: El aroma de la pólvora. XV Premio Tiflos de Novela. Castalia. Madrid, 2013. 224 páginas. 16,50 €
La palabra es lo más específicamente humano. Abismarse en exclusiva a los hechos implica, en su radicalidad, el acercamiento a la animalidad. El hecho es más una posibilidad que un activo sustancioso. En contra, la palabra nunca es un punto, sino el diálogo más comunicativo entre humanos, también entre el escritor y sus futuros lectores. La palabra conforma al ser humano, en ella vivifica su pensamiento al visualizar su comprensión y trascender su animalidad. En esencia, la morada del ser, el lenguaje. Frente al hecho animal la palabra humana es capaz de crear mundos sutiles, ingrávidos, incluso gentiles, como deseó con ahínco Antonio Machado. La reflexión de la escritura, esa capacidad de pensar el habla, nos humaniza. No acaso se descubre ahora, aunque lo intuyera Charles Darwin, que la fabricación de herramientas vino aparejada al despertar evolutivo del lenguaje en el ser humano. Vienen estas reflexiones al hilo de la lectura de El aroma de la pólvora. Memorias de Jacques Turdó, de Alberto Jodra, digno vencedor del XV Premio Tiflos de Novela auspiciado por la ONCE.
Es raro topar con una ópera prima de fresco aliento tan cuajada de hallazgos literarios. Al calor del fuego un viejo trapecista nos relata la memoria antigua “de mujeres hermosas y náufragos sin nombre” de un islote volcánico en el Atlántico. Con el aflorar de “recuerdos enquistados” nos sumergimos en un ambiente donde “el bullicio jovial de las gaviotas” no despierta a los soldados que “dormitan su apatía al sol”. Todo cambia, sin embargo, con la llegada de Venecia, una joven de pasmosa belleza que buscará al pintor César Bahía en la Quinta de las Tortugas donde lame sus heridas emocionales. A partir de ahí asistiremos a una historia mecida por “el apetito inmortal del mar” y bendecida por buena prosa.
El lector desprevenido podría pensar que esta novela de aventuras sea por el tacto suave y la cadencia tan hermosa de la frase un texto almidonado al estilo de Alessandro Baricco. Nada más erróneo, tras esa bella pátina late literatura de buena estirpe y a cada párrafo topamos con destellos fulgurantes. Valga algún botón como muestra: un “susurro nocivo de sus recuerdos” nos introduce en un ambiente donde hasta “el reflejo áspero de los espejos” puede provocar en los personajes una “tristeza sísmica”. En breves pinceladas Alberto Jodra concentra todo un torrente de sentimientos. Con un “sol luminoso que convierte cada ola en un espejo” y su “luz algodonosa” nuestro autor es capaz de alzar sin calzador una narración trufada de brillantes matices.
La “indiferencia granítica” nos introduce de lleno en el complejo mundo de emociones y sentimientos de una mujer avezada que sostiene la mirada inquisitoria masculina. No se puede decir más con menos, es literatura de ley y por ella quedaremos atrapados “en las arenas movedizas de los amores serios […] masticando desdichas”. Hay pasajes antológicos como la descripción de la Quinta, la carrera de caballos o alguno de elegante voltaje erótico protagonizado por Venecia. En definitiva, la creación de todo un mundo de ficción con vida propia merecedor de aplauso. No desgranaremos más de la historia para deleite del potencial lector quien descubrirá en carnes con su propia lectura cómo “el amor era también amargo, cruel y traicionero”, eso es amor quien lo probó lo sabe.
La precisión expresiva es en Alberto Jodra una exigencia sin desfallecimiento. Embrida con suavidad el lenguaje que domina con exactitud de bisturí cirujano. En literatura eso es buena parte del secreto. Sin exactitud solo hay palabra hueca. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, es nombrar el mundo con énfasis de sentido, saber interpretar, recrear o imaginar, los hechos de manera estética. El uso extraño y familiar de la palabra por parte de Jodra aporta una expresividad singular que ofrece modi res considerandi, como decía Ortega, es decir, posibles maneras nuevas de mirar las cosas y con ello de ensanchar nuestra vida, eso es arte. Pocas taras achaca el texto, incluso el esmero del verbo desbordante en algunos párrafos que distraen la brújula narrativa lastrando virtuosismo en bellísimos vericuetos narrativos quedan justificados por el anciano narrador, quien resulta poco “disciplinado [y puede perderse] en divagaciones de viejo”.
El viejo español se vuelve lozano y recupera nobleza en manos del escritor zaragozano. El aroma de la pólvora, excita nuestra imaginación como aquellas primeras lecturas infantiles a la par que refina y endereza nuestra tronchada sensibilidad “como un viento de tormenta, cargado de emociones contenidas”. Una delicia de aventuras que atempera la tramposa y letal melancolía de este marrón otoñal.
Por Francisco Estévez