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TRIBUNA

La tentación del salto en el vacío

Alejandro Muñoz-Alonso
lunes 03 de noviembre de 2014, 20:41h

España vive una profunda crisis con sus secuelas de confusión y desconcierto y no es probable que la incipiente recuperación económica pueda solucionar todas sus deletéreas consecuencias en un breve espacio de tiempo. Porque hay más que economía en la situación que padecemos. El comprensible desafecto de una gran parte de los ciudadanos por los representantes que ellos mismos eligieron ha alcanzado unos niveles inéditos en esta democracia, que no ha cumplido todavía los cuarenta años. Un desafecto que se transmuta en rabia y en furor ante el insoportable goteo, casi diario, de casos de corrupción, tardíamente detectados y no siempre adecuadamente penalizados.

Un buen número de los inculpados en la Operación Púnica han acabado en la cárcel, al menos por ahora, ante el aplauso general, aunque siga sin entenderse cómo sus fechorías pudieron prolongarse durante tanto tiempo, sin ser detectadas ni tajantemente impedidas. Pero esos mismos que aplauden, no pueden entender cómo esa otra banda de corruptos catalanes, de la famiglia Pujol a los del Palau y tanti quanti, o los de los EREs y los falsos cursos de formación andaluces, por referirnos solo a los más notables en esta nutrida galería de sinvergüenzas, sigan tan campantes, en libertad, sin que la Justicia acabe de ajustarles las cuentas.

Porque la corrupción, como tantos otros delitos y crímenes, está tan imbricada en la humana sociedad como la cizaña en el trigo. Pero un Estado de Derecho tiene la inexcusable obligación de poner todos los medios para prevenirla y, llegado el caso, aplicar sin contemplaciones de ningún tipo todo el peso de la ley, que, a veces es demasiado liviano. La corrupción puede darse, y se da, en todas las sociedades, pero cuando esos repugnantes hechos se multiplican y parecen impunes durante largo plazo, la irritación ciudadana llega lógicamente al paroxismo.

En situaciones de ese tipo, surge entonces la tentación del salto en el vacío porque se atribuye al sistema lo que solo es achacable a algunos de los que lo ocupan en beneficio propio. El esquema es tan viejo como el mundo pero, sin necesidad de ir más lejos, fue lo que sucedió en Europa tras la I Guerra Mundial, que hizo desaparecer viejos regímenes, dando tumbos cayó en la tentación totalitaria y las sociedades se pusieron ingenuamente en manos de los “hombres providenciales”, que surgieron por doquier. Lenin y su sucesor Stalin, Mussolini, Hitler y, en un tono menor, Primo de Rivera u Oliveira Salazar son el fruto de esa tentación totalitaria, para la que era un dogma indiscutible que la democracia estaba superada. Y en España, como aquella primera dictadura no arregló nada, llegó una República, seguramente bien intencionada pero mal planteada y peor ejecutada, que llevó al país a una guerra civil y a otra larga dictadura, con el consiguiente “hombre providencial” como presunto salvador. Constatemos por el momento, simplemente, que aquellos irresponsables saltos en el vacío y ese sombrío plantel de “hombres providenciales”, causó al mundo entero más, sangre, dolor y muerte que en todos los anteriores siglos de la historia. Y a la pobre Europa la dejó en escombros, físicos y morales.

Pero no se aprendió la lección. Estuve en Venezuela en la etapa final de C.A.P. (Carlos Andrés Pérez). Aquella era una sociedad próspera, pero corrupta hasta el tuétano y con brutales abusos de poder. Se palpaba la sensación de que la situación era insostenible y que algo tenía que ocurrir. Y ocurrió: Llegó el consabido “hombre providencial” en la persona del golpista Chávez (Yo siempre digo que un golpista, como un alcohólico, lo es para siempre y, por lo tanto, sobre el ex). Volví por allí durante su mandato y pude comprobar cómo su bolivariana férula solo había producido pobreza y miseria, multiplicando además los abusos de poder hasta extremos difícilmente imaginables. Y todo ese triste panorama no ha hecho más que incrementarse bajo su inexperto y torpe sucesor, el inmaduro Maduro. Por extraño que pueda parecer, en medio de las turbulencias que vive España, hay quien ve en el chavismo venezolano un modelo a imitar.

Y ya tenemos un acreditado candidato a “hombre providencial”, dispuesto a hacernos saltar hacia el vacío, en la persona del líder de Podemos, Pablo Iglesias. Me cuentan que, una encuesta que no he manejado, le considera el político más popular del momento y que hasta algún dirigente del centro-derecha se muestra dispuesto a pactar con él. Tampoco me extraña esa sobrevenida popularidad porque no conozco un caso similar: a la comprensible ira popular se suma también un preocupante grado de idiotez, demasiado generalizado.

En los anales del marketing político no se encuentra nada parecido. Sin costarle un céntimo, los medios de todos los colores, en primer lugar, los canales de televisión, le han hecho a este incipiente “hombre providencial”, en estos últimos meses, una carísima campaña de imagen. El coste de la misma -a precios de ese mercado que al flamante líder “que quiere poder” le gusta tan poco- habrían sido incapaces de asumirlo ninguno de los líderes “clásicos”, ésos que él integra en esa “casta” de la que ya forma parte, velis, nolis.

Que Pablo Iglesias sea jaleado por los medios que se sienten ideológicamente situados a la izquierda es totalmente natural. La tentación dinamitera de la izquierda radical contra el sistema que nació de la Transición es perfectamente conocida y es lógico que los “progres” hayan visto en Iglesias un instrumento ideal para ese objetivo. Su notable éxito en las elecciones europeas y su supuesto –aunque, evidentemente no probado- compromiso contra la corrupción, que algunos ven simbolizado en su permanente e impecable camisa blanca, hacen de él el espécimen idóneo para limpiar las cuadras de Augías, en que, según ellos se ha convertido este sistema político. Aquel fue uno de los doce trabajos de Hércules y, dado el deterioro al que hemos llegado según ese diagnóstico, nos hace falta un hércules, no precisamente físico, sino con el elevado nivel moral y político que se atribuye al joven profesor de Políticas.

Menos comprensible resulta que medios que se sitúan en el otro extremo del campo político, con el pretexto de vituperarle y descalificarle, le tengan en la boca y en la pantalla incesantemente. La notoriedad es un elemento fundamental, cronológicamente el primero, a la hora de hacer campaña. Muchos electores, poco motivados ideológicamente o muy ignorantes de lo que se juega en unas elecciones, que son más de lo que pueda pensarse, a la hora de decidir su voto lo hacen por los candidatos más notorios o conocidos. Otros, los más “indignados contra el sistema”, hacen la misma apuesta y depositan un voto de protesta. ¿Y qué mejor protesta que la que utiliza como palanca a alguien que ha prometido ponerlo todo patas arriba?

Esta función esencial de la notoriedad en los procesos electorales, antes que la sociología electoral, para la que es un factor bien conocido, lo sabe la gente común sin necesidad de ir a la Universidad ni de ser periodista. La sabiduría popular lo expresa con una reiterada frase: “Que hablen de mí aunque sea mal”. No faltan los que estarían dispuestos a dar parte de lo que tienen por una breve referencia en el periódico local, aunque sea para informar de que se ha peleado con el vecino de al lado. Y por unas décimas de segundo de aparición en la pantalla del televisor algunos darían incluso lo que no tienen. El famoso “minuto de fama”. No les digo lo que darían algunos por un selfie con el famoso Pablo Iglesias. Ciertos periodistas y comentaristas, al servicio de no sé muy bien qué causa (y que no vengan con la monserga de “lo mío es informar”, porque ya no cuela), desconocen, por lo visto, estos elementales hechos. A Pablo Iglesias le han dado no ya minutos sino interminables horas de presencia que deben producirle una lógica y confortante satisfacción ante la tremenda estupidez de sus supuestos enemigos ideológicos. Parafraseando al nefando Fernando VII parece que el lema de estos medios es algo así como. “Saltemos todos juntos, y yo el primero, hasta el vacío constitucional”. Parece una broma, pero no lo es.

Alejandro Muñoz-Alonso

Catedrático de la UCM

ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO es senador del Partido Popular

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