Cuando Rajoy accedió a la Presidencia del Gobierno, hace ahora tres años, tras la contundente victoria electoral del 20 de noviembre, se encontró con una situación más grave y compleja que ninguno de sus predecesores en el cargo. Ciertamente, Suárez tuvo que afrontar todos los enormes problemas que suscitaba la transición desde la dictadura hasta la entonces terra incognita de la democracia. Pero, sin minimizar aquellas dificultades, es necesario constatar que, prácticamente desde el principio, contó con un consenso político y social (Pactos de la Moncloa, Constitución) que a Rajoy se le ha negado tajante y reiteradamente en estos mil días largos. El Pacto del Tinell es un expresivo y duradero símbolo.
Pese a ello, desde el primer momento, Rajoy ha asumido la tarea de sacar a España del profundo hoyo en que se hallaba, anteponiendo los intereses generales a los de su propio partido y a los suyos personales. Ha resistido presiones persistentes y casi insoportables y, contra viento y marea, logró evitar el gran rescate al que España estaba avocada, la ha sacado de la recesión y la ha puesto en condiciones de reemprender el camino del trabajo para todos y de la prosperidad general. Tres años después, sólo la ceguera voluntaria -que es la peor de todas- o la mala fe pueden ignorar que España no es ya “el enfermo de Europa” sino una referencia indudable, que supera a la segunda y tercera economías de la zona euro (Francia e Italia) en el cumplimiento de los compromisos europeos.
Autorizadas voces de fuera así lo reconocen, mientras desde dentro, muchos se tienen prohibido el menor elogio. Ni siquiera ahora, los partidos de la oposición y sus numerosas terminales mediáticas le reconocen lo acertado de su empeño. Basta ver el desarrollo del debate de la semana pasada en el Congreso sobre la corrupción para comprobar hasta qué extremos puede llegar el feroz y miope partidismo, rayano en el miserabilismo, incapaz de una visión amplia y conectada con los intereses generales del país y aferrado, por el contrario, al juego en corto y a la hipotética ventaja electoral, más o menos inmediata. Incapaces y carentes de la menor generosidad para hacer el balance general del trienio, prefieren detenerse, morbosamente, en los aspectos menos brillantes, que siempre existen en una larga acción de gobierno.
Algunos parecen exigirle a Rajoy que en estos tres años de gobierno hubiese llevado a cabo todo lo que no se hizo –en temas como la lucha contra la corrupción o contra el separatismo- en los 36 años anteriores. Pretenden cargar sobre sus espaldas todo lo que no abordaron o lo hicieron mal todos los gobernantes que le han precedido. Y en el colmo del cinismo, el nuevo líder del PSOE, se atreve a negarle credibilidad a Rajoy. ¿Se asigna a sí mismo, acaso, Pedro Sánchez mayor credibilidad, a pesar de su patética, errática e incoherente trayectoria en los pocos meses que lleva al frente de su formación? Tiene tanta credibilidad que se le van los más expertos y sólidos políticos que le quedaban, aparte de los que ya han sido jubilados forzosamente. Él prefiere rodearse de aspirantes que le aplauden sus gracietas, como esa de suprimir el ministerio de Defensa, votar contra Juncker o cargarse el artículo 135 de la Constitución que, por cierto, defendió y votó hace poco más de un año. Parece que ahora llaman credibilidad a la incoherencia y el oportunismo. Como siga así los “funerales de Estado”, que él pedía para las víctimas de la violencia de género, se los van a hacer, políticamente, a él.
¿Quién tiene más credibilidad en este momento en el escenario político español? ¿Acaso Rosa Díez, de la que también huyen sus más relevantes partidarios mientras ella agota sus sueños en ser lideresa de una grey cada vez más menguada? Puede que haya incluso quien asigne mayor credibilidad al magnificado Pablo Iglesias -que parece que ahora quiere mutar del comunismo a la socialdemocracia- experto en programas caleidoscópicos y que se definió a sí mismo, con involuntario acierto, cuando el otro día dijo que no se fiaba de “los embaucadores vendedores de humo que sacan conejos de la chistera”. Sin duda se estaba mirando al espejo. Un lapsus freudiano que, seguramente, brotó de su subconsciente, que no se acaba de creer que, con su escaso y averiado bagaje político e ideológico, haya tenido en tan poco tiempo tan notable éxito… mediático.
¿Alguien puede pensar a estas alturas que tienen mayor credibilidad Mas y su cohorte de separatistas, perdidos en su laberinto en el que se debaten, sin salida y peleados entre sí? Rajoy reiteró el sábado sus conocidas ideas pero, sentenciosamente, algunos le han dicho “que llega tarde”. Tenía que haber ido antes a Cataluña. ¡Mala memoria tienen sus críticos! Rajoy ha ido a Cataluña desde que es Presidente en no menos de once ocasiones, si mis datos son exactos, es decir a una media de una vez cada tres meses. Desde 2012 ha acudido todos los años a las Jornadas del Círculo de Economía. En abril de este mismo año 2014 asistió al Foro de Marcas Renombradas Españolas; en octubre de 2013 inauguró en el Palacio de Pedralbes el I Foro Económico del Mediterráneo occidental; en mayo del mismo 2013 inauguró en Barcelona el Salón Internacional del Automóvil; en enero de ese año fue el estreno del tramo del AVE entre Barcelona y Gerona. Y a esas visitas hay que añadir varias más con motivo de las campañas electorales (autonómicas de 2012 y europeas de 2014) y otros actos de partido.
En esas visitas y en los correspondientes discursos siempre ha reiterado las mismas ideas. Nunca ha ido, por supuesto, a rendirse ante Mas y a concederle lo que prohíbe la Constitución y el propio sentido común, que no es menos importante. Y a esas intervenciones hay que añadir las muy numerosas ante el Congreso y el Senado, en las que ha abordado la cuestión catalana. Citaría especialmente la del 8 de abril de 2014 en el Congreso, contra la Proposición de Ley presentada por el Parlamento de Cataluña que solicitaba autorización para convocar y celebrar el referéndum ilegal. En España se lee poco y se ignora mucho.
En todo este tiempo, Rajoy ha mantenido una actitud conciliadora tratando de que Mas abandonara ese “viaje hacia ninguna parte”, según su propia expresión. Siempre sin resultado, a pesar de la fracasada charlotada del 9 de noviembre que, en su estúpida arrogancia, los separatistas quieren vender como un gran éxito. Reiteramos lo de la ceguera voluntaria. El discurso de Rajoy el sábado 29 viene a ser un punto de inflexión que deja claro que todo diálogo es imposible con el nacionalismo separatista y ha dado en la diana de su obsesión identitaria al decir que no permitirá que a nadie se le obligue a elegir entre ser español y catalán. Sencillamente, porque no son conceptos excluyentes.
Además, ha echado por tierra esa inaceptable tesis (apoyada también por cierta izquierda) según la cual hay que prescindir de leyes y tribunales y “hablar de política” que, por lo que vamos viendo, supone aceptar la independencia de Cataluña (o la transición hacia la misma), saltando por encima de la Constitución y de todo el ordenamiento jurídico. Rajoy se atiene a la ley, que pone en sus manos muchos recursos todavía no utilizados. Su paciencia pone nerviosos a algunos. Pero es una garantía de que no le tiembla el pulso y de que no se va a rendir ante la insolencia.
Hace ochenta años, en el verano de 1934, un ilustre catalanista, Cambó, decía en las Cortes: “Hay que evitar que el problema se convierta en sentimental, porque cuando hay un problema sentimental los espíritus se conturban y los cerebros no reflexionan, y es entonces cuando se preparan las grandes catástrofes; y hay que evitarlo”. No le hicieron caso y aquello acabó, en octubre, con la intervención del Gobierno de la II República. A falta de sólidas razones, los nacionalistas han convertido ya el problema en sentimental y eso explica que el diálogo se haya hecho imposible. Cuando se tienen a favor las contundentes razones de la ley y el derecho, de la historia y del sentido común, y el de enfrente se mueve en las vaporosas regiones del sentimiento, las emociones y las patrañas, no hay más solución que esperar la vuelta a la razón de aquellos que la han perdido. Volvernos todos locos, porque ellos así lo quieren, que es lo que pide el separatismo, solo conduciría a la catástrofe y al caos.